30 de diciembre de 2005

Antonio

Hoy quiero hablar del soñador, del niño
que tan fijamente miraba todo,
Antonio le pusieron por cariño
a un Santo glorificado en el No-Do.

Aprendió que el afluente del Miño
era el Sil, pero nunca hubo modo
de que Antonio supiera hacer un guiño
ni recordara un solo rey godo.

Aunque hubiera sabido de pequeño
lo que cuesta ser mayor, perseguir
los deseos que me nacen del alma,

sé que no habría cambiado ni un sueño
de aquellos que debía reprimir:
prefiero la tempestad a la calma.

Instante

La levedad, los recuerdos contenidos en un instante. Y la fantasía. Todo pesa, como ese quiebro de tu cadera o la caricia que me gustaría darte. Siento, sufro, proyecto diapositivas del deseo en ojos de hombre, en el gris de la acera o el cigarrillo arrojado a un charco; esos espejos que sólo a veces me reflejan. Es el mundo para mí, mi vida. Treinta y un años. Leves, una insignificancia en el tiempo del universo reducidos a este –y este (y este)– instante. Yo, mi cuerpo, una insignificancia en la multitud de cuerpos. El amor, el amor que nos amarra en la deriva. Sin esto que llamamos amor y que es cariño, pasión o –admitámoslo de una vez– necesidad, los días no renacerían uno tras otro. Hermosos o deplorables, breves o inagotables, pero tan únicos...

Porque si cada noche no sueño con la mañana, no llegará.

Porque si cada mañana no recuerdo la noche, no existió.

En este instante, soy.

29 de diciembre de 2005

Poesía laboral

A través de unos ventanales empañados, sucios, entreveo el atardecer. Ha parado en seco el ruido de los paneles de ventilación; sólo entonces me he dado cuenta de que llevaban zumbando todo el día. En esta sala enorme quedamos apenas diez personas, todas con sus ilusiones o recuerdos proyectando imágenes en la pantalla de cada ordenador. Porque me resisto a creer que yo soy el único que no olvida que existe, que no dictamina su muerte poética durante las ocho horas de jornada laboral. Incluso aquí, en esta oficina, la poesía se revela irresistible. Puede habitar, por ejemplo, en todos esos muñequitos de goma que alegran el escritorio de un muchacho en el que hace semanas que me fijo o, también, en ese ruido que no escuché, que nunca escucho, quizás la huella de todas esas realidades que escapan a la percepción, a veces por la basura que se interpone –como ese polvo pegado al cristal– o, casi siempre, porque olvidamos que los sentidos nunca deberían anestesiarse.

Te espero

Tu mirada en erupción
No extingas tu volcán
Yo te esperaré

En el tiempo del amor
Tú me haces esperar
Y sin ti, te espero

Ni a tu lado
Ni en tu ausencia


Eres fuego y tempestad
Pero yo deseo más
Estoy esperándote

No sé vivir
Ni contigo ni sin ti
Ni a tu lado
Ni en tu ausencia


Me quemo en ti
Tu lava fluye sin control
Abrásame y
mátame de amor

Te delatas en tu piel
Te delatas en tu piel
En tu piel
En tu piel
Te delatas en tu piel

No sé vivir
Ni contigo ni sin ti

Ni a tu lado
Ni en tu ausencia

Ni a tu lado
Ni en tu ausencia


(Versión muy personal de una canción que forma parte –como ya mencioné en una letra– de mi memoria y la de muchos, de nuestra vida. Es, a día de hoy, mi versión predilecta para el concierto de febrero. Así que, groupies... ¡os animo a memorizarla!)

28 de diciembre de 2005

1997

Me he acordado de aquel patio de Budapest, de mi desolación que sólo tú abarcabas, que sólo tú podías atenuar, y es ahora cuando entiendo por qué te sentaste a mi lado, por qué pegaste tu hombro contra el mío y comenzaste a hundir una y otra vez las yemas de tus dedos en mi nuca. Jamás un hombre me había tocado así, no lo ignorabas, nunca nadie me había excitado por el tacto, y allí, en aquella escalera, abolido el tiempo y las fronteras, penetrado por el abismo de amor que cavaban tus dedos, mi pecho latió embrutecido hasta el instante en que levantaste tu mano y esbozaste para mí una caricia en el aire. Sólo entonces pude mirarte.

Héroe

Y es que ya no puedo despojarme de mis ropas de calle y anudarme la corbata sin verme el Supermán al revés que disparó mi cerebro cuando supe de tus labios que me habías poetizado en ese acto. Tampoco puedo hallar novela que me transporte a realidades más intensas que las que inventamos juntos, ni otras canciones que las mías para decirte que lo nuestro me emborracha de belleza. No puedo darme a ti sin sentir que tengo dieciocho años y tú eres mi primer chico, que te beso con torpeza y descubro el placer por vez primera, que todavía me asusto de encontrar tu lengua deslizándose en mi paladar. No puedo gritar mi orgasmo sin volverme loco, sin naufragar en los mares vírgenes que se extendían ante mi mirada de adolescente al que le quedaba todo por vivir. No puedo hablar, actuar, ser sin verme con tus ojos, sin que tu amor me rehaga en cada parpadeo como hijo tuyo, fruto del resplandor de una tierra harta de esperar.

Yo soñaba con un chico como yo, y me encontré contigo.

No eres como yo, eres mejor aún.

Eres quien me convierte en el héroe que algún día soñé.

27 de diciembre de 2005

Huracán

Soy el huracán vencido,
ráfaga que murió
en tus ojos,
soy el viento que durmió
en tus muslos,
soy el tornado Atlántico
que mudó en brisa
de camino al Sur,
Sur en tu piel
y tu cabello,
mango en tus labios,
papaya en tus manos
al perfumar mi cuerpo,
piña sabrosa
desjugándose en mi boca,
y este huracán quiere quedarse,
devorar
el tiempo en tu garganta,
tus arterias y tus venas,
este viento del Norte
barrerá tus miedos,
todos tus fracasos,
será la brisa
que te traiga el mar,
el mar de tu infancia.

26 de diciembre de 2005

Si me hundo en tu regazo

Si me hundo en tu regazo,
si me dejo aplastar por tu pecho
siempre blando,
suave y cálido,
redescubro cuánto te quiero;
no soy el hijo que querrías,
me lo has dicho,
pero
si me abrazas,
si me cuentas
el cuento que yo te diga,
si me miras
con tanto amor,
puedo pedirte
perdón,
perdón por ser yo,
poeta o desalmado,
héroe o bellaco,
hijo que en la ausencia
puede amarte
sin borrar su nombre.

El sueño en la arena

Tenías ocho años y nunca le habías dado una patada a una pelota, ni a nada. Eras delicado y ellos lo sabían, fue inevitable que acabaras de defensa en el mejor de los dos equipos para que ni tan sólo esporádicamente recayera en ti la última responsabilidad de un portero. No me detendré en lo que me suscita la evocación de tus pantalones cortos o tu pelo despeinado, sino en el dibujo que hiciste con un pie en la arena: un abanico desplegado, una concha de mar, un arco de anillo de Saturno... quién sabe qué desvió tu atención del terreno de juego a tu huella, qué te hizo arrodillarte y deslizar tu índice sobre el abanico, la concha o el anillo, tumbarte a ras del dibujo y perderte en una nueva ensoñación hasta convertirla en sueño, con el aire empujado por el abanico ondeando en tu rostro, el murmullo de olas encerrado en la concha meciéndote, tu mente de niño volando libre en el espacio hasta posarse en un anillo de Saturno y quedarse allí, lejos de ese campo de recreo donde tus compañeros siguieron jugando sin siquiera despertarte.

25 de diciembre de 2005

Pienso

Muchas veces pienso, cariño, en el silencio que no romperían nuestras voces. Pienso en los poemas que no escribiríamos, las palabras que no expresarían nuestro amor. Pienso en mi ropa sin el rastro de tu perfume. Pienso en el tiempo que suplantaría al tiempo que estamos juntos: las noches en las que ya no encuentro nada mejor que ir a verte y deshacer sábanas y mundos, las mañanas que la luz ilumina violenta para que tú y yo recorramos la ciudad ávidos de vida.

Pienso en la belleza que has creado en mi alma... ¿qué habría en el lugar de esa belleza si no te hubiera conocido?

23 de diciembre de 2005

Animal de escenario

Ayer me llevaste al pub donde a los veintipocos insultabas al mundo con tu belleza. Me mostraste la columna donde te apoyabas, donde dardos de deseo te convertían en San Sebastián para tu público devoto. Recorrimos todos los rincones, pasillos y escaleras, incluso el baño donde cocaína y semen se derramaban por igual sobre los mármoles. Yo sólo dejaba que el espacio me habitara, que el tiempo pasado se condensara en el instante presente.

- Es como un teatro, ¿lo ves?

Si, amor, claro que lo vi, y también era un museo, el museo de tu época de tristeza y erotismo, tus años de alcohol y sexo anónimo, y tal vez por eso, cuando nos besamos contra una pared, tus labios fueron los de cualquier desconocido de la noche en el que inevitablemente se vierte la fantasía del amor. Los labios que representan, que son el hombre. Y cuando empezaste a confesarme un miedo que, ahora te lo digo, intuí desde que habíamos entrado, puse mi mano en tu boca y te arrastré fuera de allí deseando que tardes –que tardemos– mucho tiempo en volver.

22 de diciembre de 2005

Mi amor

Me has hablado de ese chico, casi un niño, que anda detrás de ti. Y yo entiendo a ese admirador enloquecido que te persigue, te toca, te habla con vergüenza de su novia al tiempo que desliza sus ojos –tan bellos en esa foto que os tomasteis– sobre tu cuerpo. Si yo tuviera dieciocho años, cariño, también te adoraría. ¿Qué quieres que te diga? Si algún día te acosa y tú cedes, si sucumbes a su empeño adolescente, puro y salvaje, yo sólo quiero oír el relato de tu voz, esa que me marea escuchar en susurro, saborear su olor en tu piel, retener para mí la belleza que él habrá depositado en ti. Quiero que mis celos de animal-hombre, el amor egoísta que me han enseñado a tener, se deshaga en tus labios.

21 de diciembre de 2005

Esa calle

Hoy pasé por la misma esquina y no estabas, como siempre que desde aquel día te busco en vano apoyado en la pared, sosteniendo un mini de cerveza, charlando con tus amigos. Si te volviera a ver puedo prometerte que te recordaría. Llevabas una bufanda de fútbol, y eras el chico más guapo de la calle. Nos miramos, fueron sólo unos segundos, suficientes para saber que yo te gustaba a pesar de lo improbable, que a lo mejor podía haber algo más perenne que esa mirada furtiva, pero no me detuve ni tú te separaste del grupo. Me volví y, cómo no, tus ojos seguían allí. Sólo logré sorprender un gesto con todo tu rostro que quería decir: qué pena... Qué pena, sí, o tal vez qué hermoso dejar que tu recuerdo puro, sin desenlace, se apodere de cada uno de mis paseos por ese barrio, por esa calle.

20 de diciembre de 2005

Nuestro viaje

Qué bello. Qué viaje nos aguarda. La felicidad es compartir, como dijiste el otro día ante ese paisaje que, infinito, latía tras el parabrisas. Compartir todo, añado yo. Compartir todo lo que el viaje nos traiga, incluso lo que antes, con otros amantes, nos dio tanto miedo compartir: las dudas, las debilidades, las nostalgias, tal vez relatos de otras pieles mientras yo acaricio la tuya o tú la mía. Porque lo horizontal, cariño, fue, es y será nuestro territorio de amor.

Ítaca puede esperar.

Fantasía romántica

Esta mañana no has venido, y mis paseos por la sala ya no son excitantes. No, no es que tenga ninguna fantasía romántica contigo, pero admito que me da morbo –incluso ternura– tu mirada de soslayo cada vez que desfilo (sí, no te lo niego) delante de tu escritorio. A veces nos hacemos los duros y simularnos ignorarnos, pero sabemos que así saborearemos más intensamente la próxima vez que nuestros ojos se devoren. Eres más joven, no creo que hayas estado con chicos, y quizás por eso me gusta especialmente este juego.

Esto sí te sorprenderá: una noche soñé contigo... ¿Una fantasía romántica? Admito que puede ser, ¿cuáles son los límites entre erotismo y amor? ¿O es que a quien ahora quiero no empecé deseándole? ¿Acaso no laceramos nuestros cuerpos hasta que exhalaron amor? Sólo sé, querido desconocido, que esa noche imaginé tu piel más suave y tu sonrisa más dulce, que respiré tu olor y me evocó el aroma de aquel que me enamora.

19 de diciembre de 2005

Vértigo

Aquel vértigo que tanto temía
hoy me arrastra, me hace palpitar,
yo que habitaba la melancolía,
soy el hombre que te desea amar.

Lo nuestro empezó en verano, un día
que ahora me enternece recordar:
tu timidez pueril que te impedía
naufragar hasta hundirte en mi mar.

Mi amigo, mi piel hermana, mi amante...
¿qué importa la palabra si a tu lado
siento que nace mi yo más profundo?

Escapas, vuelas en pos del instante
que escapa, que vuela, león alado
que rasga el velo entre sueño y mundo.

Felicidad

Llegamos a la colina del castillo. Llevaste el coche lentamente hasta el borde de la esplanada, apagaste el motor y pusiste una canción. Una guitarra desnuda y una voz verdadera cantando al Sur (el de tu país, como dices siempre), y nuestra mirada dormida en la llanura castellana, los olivos y matorrales, el tiempo congelado. Mirando al Sur. Me volví a ti intuyendo que ibas a decir algo, y las palabras brotaron en llanto de tus labios, de tu alma: “Esto es la felicidad para mí”. Tomé tu cabeza en mi regazo, hombre hermoso, y me contuve para no decirte que para mí también eso era la felicidad.

18 de diciembre de 2005

Primer concierto

16 de diciembre de 2005

Pánico

La frontera entre sueño y pesadilla ha surcado mi pecho esta madrugada. Una fantasía cálida, de sensaciones conocidas, dio lugar a una espiral de separación y muerte. Despertar no alejó el terror, y pisar las calles heladas del amanecer fue recorrer un laberinto inerte, el laberinto donde se pierden los transeúntes cuando Madrid nace cada mañana de invierno. El dolor caminaba conmigo, el miedo a perder a quien amo me ahogaba en mi huida. Sólo al entrar en el metro recobré la pertenencia a este mundo, reconocí los carteles, las escaleras mecánicas, el andén... Un hombre se fijó en mí, me hizo el amor con la mirada durante una parte del trayecto. Supongo que no pude esconder mi necesidad de algo parecido a eso, aunque sus ojos no fueran los que sudaron pánico en mi pesadilla.

15 de diciembre de 2005

Soneto al poeta que vive en mí

Hace poco que sé que soy poeta,
la verdad es que estoy muy sorprendido,
yo que me creía un simple esteta
ahora soy un vate enloquecido.

Hay un chico muy guapo que me reta
con hermosos versos de amor cautivo;
para su dolor no tengo receta,
pero me encanta ser su amante esquivo.

Cariño, sabemos que no hay salida
de esta cárcel de melancolía,
lo nuestro es imposible morfema.

En mi poesía me va la vida
y en la vida me va mi poesía...
¡es que cada día es un poema!

14 de diciembre de 2005

Soneto al niño que vive en mí

Ya de pequeño era pensativo,
tengo muchas fotos que lo revelan:
asustado y consciente de estar vivo,
uno de esos niños que recelan.

Sigo siendo un tipo reflexivo,
mis ojos a mi mundo siempre apelan,
y no veo nada definitivo
mi frágil pacto con los que no vuelan.

Hoy, he vuelto a ver aquellas instantáneas,
he comprendido al niño que era,
el niño de ojos tristes y bellos.

A pesar de muchas dudas momentáneas
quería mis propias alas de cera,
ser Ícaro en busca de destellos.

Saber hacer

Hay quien sigue creyendo en el trabajo bien hecho. Quien por ese trabajo demanda, simplemente, lo que vale.

Es reconciliador encontrar, por ejemplo, una casa de comidas donde los platos son servidos con amabilidad, incluso cariño, donde los ingredientes se adivinan seleccionados y la preparación en su justo tiempo, donde no soy expulsado una vez he terminado el postre. El acto necesario de comer, de ingerir alimentos, puede recobrar allí su condición de sosiego, de momento para la retrospección. Cuando pago la cuenta, siento que el intercambio ha sido justo.

Me ocurre lo mismo con las librerías regentadas por amantes de la literatura, personas que desean transmitir su pasión a quien traspasa la puerta. Entrar en un lugar donde uno intuye verdad, amor hacia los libros, me hace recuperar sensaciones olvidadas, descubrimientos adolescentes de novelas que cambiaron mi vida. Muchas veces la ordenación no es alfabética, más bien desvela lentamente sus claves si se presta un poco de atención. Puedo preguntar por un autor o pedir consejo para elegir entre un libro y otro, aunque al final termine llevándome ambos. Puedo demorar mi mirada sobre los estantes, hojear ejemplares sin temor o, simplemente, dejarme llevar por esa atmósfera y soñar que un día alguien podrá preguntar por mí y el librero le dirá que sí, que tiene mi libro.

La lista es extensa: luthiers, fruterías, droguerías, pequeñas tiendas de música... Yo tiro la primera piedra: confieso que la prisa, la comodidad o la pereza me hacen comprar a menudo en grandes superficies. Demasiado fácil, demasiado tentador poder cenar, comprar un recambio de papel higiénico y un libro en un mismo lugar. Es perverso, tiene ese aroma de modernidad del que a todos nos gusta impregnarnos. Nos esclaviza, nos convierte en títeres. Mi apuesta personal es claudicar sólo cuando sea estrictamente inevitable. Y es que creo, con la mano con el corazón, que casi siempre claudico demasiado pronto.

10 de diciembre de 2005

Sinaia

Hojas secas flotan en el suelo llevadas por el viento. Mi soledad buscada. El silencio de pasos, voces, trinos de pájaros y el viento... ¿no lo oyes? Un sitio cualquiera, si quieres siempre el mismo, pero siempre distinto. Hoy queda un día menos para la hora de mi muerte. Querré que estés a mi lado para decirme que tanta tristeza, amor, alegría, ilusión, llanto y demás sentimientos que se perderán, merecieron un poquito de eternidad. ¿Por qué aquí? ¿Qué caminos habré dejado atrás y adónde me llevarán los que he tomado hoy? Seguro que ahora estás en otro lugar, y yo podría estar allí. ¿No enloquecería si llevase ese leve pensamiento más lejos? ¿Cuántas veces te habré rechazado sin quererlo? ¿Por qué lo hice? Quizás por elegir una calle cualquiera y no otra en cualquiera de las ciudades o por pararme a mirar un escaparate mientras tú no te detenías para conocerme y amarnos hasta que el hastío...

Llueve en la estación, un enorme bosque llena la ventana de mis ojos inundándola de verde. Pocas cosas son tas bellas como una tormenta en una estación en la que probablemente solo estaré una vez en mi vida.

Ésta.

                                                                      25 de julio del 97

Cuando el niño lloraba

Cuando el niño lloraba
ya no era una de aquellas gotas,
veía el mar en calma
y evocaba sus olas
latiendo en tantas imágenes rotas.

9 de diciembre de 2005

Tú y yo

Tú y yo estrellas gemelas
bailando el tango del amante alado,
gira la doble estrella
en un tiempo lejano,
tú y yo polos del astro enamorado.

Tu cinturón, mi boca

Tu cinturón, mi boca:
rozan mis labios tus vaqueros rotos,
no llevaría tu ropa,
o tal vez en el fondo
me atrae tanto sentirte remoto...

7 de diciembre de 2005

El amor es batir de alas

El amor es batir de alas,
y esta tarde he volado
bajo lluvia de tormenta
ametrallando el asfalto,
era un ruido de amor roto,
o tal vez eran mis manos
arrancándome las alas,
pero yo sigo soñando
en una vida contigo,
y siempre, siempre volando.

Auto-reflejo

Me reconozco en el chico
que siempre cierra los ojos,
el que bulle en pensamientos
y se toma en serio todo,
el soñador que imagina
sus improbables recuerdos,
el que emborrona libretas
con garabatos y versos,
el hombre que no confiesa
su amor por ti, su locura,
el que acaricia tu cuerpo
bajo sábanas de luna.

4 de diciembre de 2005

Contra el olvido

Me he despertado y he recordado aquella carta, más concretamente una frase que entonces descargó su fuerza sobre mí, tan inclinado siempre a la fuga, porque entonces, cariño, quería huir contigo y sólo contigo, transitar caminos que tú y yo convertiríamos en nuevos, como descorrer cortinas en amaneceres nevados o escaparnos al nacer la noche en busca de luciérnagas, evocar todo aquello me hipnotiza, pero la urgencia por recobrar esa frase ha podido arrancarme de la cama, de ese mundo, el nuestro, que una vez más revisitaba, y me he lanzado sobre el escritorio y pronto los cajones han derramado su memoria por el suelo: fotos, cuadernos, objetos mínimos, postales, cartas... la que buscaba ha aparecido cuando daba por perdido el recuerdo, pero tu sobre azul ha asomado su esquina debajo de un envoltorio de hamburguesa, aquellas que degustábamos con secreta maldad antes de pasar la tarde en uno de esos cafés donde nos creíamos bohemios, y al extraer el papel mis ojos han devorado el contenido, y entre todas esas palabras que intentaban poner nombre a lo que entendíamos por intuición y amor, he encontrado las que me habían arrastrado a ese instante: ¿Quién soy yo para que me hayas elegido en tu deriva?

3 de diciembre de 2005

Detenido

Detenido,
el hombre busca su verdad
en el vértigo de la piel
contra la piel,
en el falso amor de un beso
contra unos labios
demasiado hermosos para rechazarlos,
de un pecho
demasiado viril para no buscar mi latido
en tu latido,
mi sed de amor en tu lluvia de versos,
mi deseo y tu deseo
equipaje de nuestra huida
como basura que arrastra el viento
en las calles que habita el otoño.

29 de noviembre de 2005

Barajando

Gafas baratas, pelo crespo sin brillo ni corte definido, piel blanca y ojos de Woody Allen atentos a su baraja gastada por el manoseo continuo. El metro avanza, pero para el muchacho es como si nunca cambiara de estación. Viste prendas vaqueras que caen de cualquier forma sobre su cuerpo leve. Pienso que no le entusiasma ir al colegio ni estar rodeado de extraños, y acaso baraja en sus cartas otras posibilidades como leer libros de Agatha Christie o jugar a la consola. O tal vez –por qué no– imagina una vida futura donde él sea el que ahora no puede ser, el que se sueña en todas las combinaciones al azar de oros, copas, espadas y bastos.

28 de noviembre de 2005

Día del 91

Si fueras mujer te haría el amor... y ahora te maquillas frente a un espejo, y la imagen que te devuelve es la de aquel día del 91, tú y él adolescentes enamorados sin poder decir la palabra exacta, ese te quiero que brotaba de las nueces de Adán pero moría en los labios, el mar brillante como nunca en aquella playa del Pacífico, su piel y la tuya tersamente doradas, impregnados los cuerpos de la sal marina, las olas rompiendo en los pechos, las piernas en las que el vello asomaba por vez primera, y él te había abrazado por detrás, abarcándote con toda su persona porque te amaba, porque no podía ansiar otra cosa que no fueras tú convertido en deseo posible, tú mutado en la mujer que él podría poseer como en aquel instante te poseyó con sus brazos, su vientre, su boca posándose en tu nuca, resbalando hacia la mandíbula y susurrando Si fueras mujer te haría el amor... y ahora pintas tus labios de violeta, el rímel afila tus ojos felinos tal vez como él te habría sugerido, y sientes su mirada sobre tu cuerpo, su salvaje ingenuidad y su locura por ti, su mano de muchacho palpando tus medias, tu ropa interior o tu blusa entreabierta, sus dientes clavados en tu pecho, y su sexo incandescente, ese que abultaba su escueto bañador aquel día del 91, resbalando entre tus muslos buscando lo que nunca estuvo allí.

25 de noviembre de 2005

Hoy pasé debajo de tu casa

Hoy pasé debajo de tu casa,
tenías la persiana de tu cuarto
bajada,
como hace tiempo, cuando
gritaba
¡Que entre la luz!
y tú me acariciabas
la cabeza
o la espalda
sin fuerza,
sin hundir tu mano
en mi piel,
sin plantar tu bandera
en mis entrañas,
y la caricia
resbalaba
y se perdía,
como tú te deslizabas
de mi vida.

Hoy pasé debajo de tu casa
y mi corazón burló mis trampas.

Yo el primero

Me ocurre que al escribir, cuando recobro un recuerdo o una sensación, me alejo de la realidad y me acerco a mi realidad. Esto a veces me gusta, y otras no. Si hablo de algo que me duele (ese amor pueril e imposible, mis renuncias o mis sueños inacabados) prefiero alejarme de la realidad, filtrar ese sufrimiento, intelectualizarlo, y devolverlo al mundo una vez lo he transpirado como quien defeca lo que –en el fondo– le da la vida. Por el contrario, si se trata de una emoción positiva, describirla me hace volver al momento único en que la experimenté, reconstruir con mimo algo que ya pasó, intentando casi –aquí, en este casi, radica todo– en vano que el lector (¡toc, toc!, ¿hay alguien?) pueda sentir en su piel lo que yo sentí, que para eso está la literatura, para devolver el mundo a quienes lo perdieron. Es decir, a todos nosotros. Yo el primero.

24 de noviembre de 2005

Arte

¿Por qué la delicadeza? No sé si la perfección en la forma podrá revelar la impureza del fondo, no sé si merece la pena esforzarse en depurar las palabras, las pinceladas o las melodías cuando lo que habría que refinar son las acciones, las decisiones, los gestos. Será que el arte está destinado a ser imperfecto porque la vida lo es, y quizá allí radica su insondable belleza, tanto del arte como de la vida. A veces pienso que la fuerza que derrocho al escribir un texto o dar vida a una canción podría emplearla en vivir (¿más, mejor?), pero si para mí escribir es un acto de entusiasmo, si componer una canción es mi gesto más valioso, si mi pasión es crear a partir de la vida, mi vida, la cuestión se revela compleja... o muy simple: supongo que pertenezco a aquellos que ya no pueden separar lo que les ocurre de cómo cuentan, transmiten o sueñan lo que les ocurre...

18 de noviembre de 2005

¿Qué soy?

Soy...
¡Oh, mierda!
Pues soy
músico,
informático
(no me hagas reír),
o tal vez
intenso
(demasiado,
pero qué coño
es ser
demasiado intenso),
noble,
ingenuo,
y si me pongo
trascendente
un soñador,
tierno amante,
torpe amigo.
Soy, soy, soy...
¿te vale gay?

Algo debo decir,
porque todos preguntamos
¿cómo es él?
Y no esperamos
(no aceptamos)
una duda en los ojos.

17 de noviembre de 2005

Aquellos besos

Lo habíamos pasado especialmente bien (aunque ya no era una sorpresa saber que él y yo rimábamos como nadie), habíamos bebido, bailado, reído... todo lo que dos veinteañeros debían hacer en una noche de verano como aquella, barrido el hastío de la jornada por la brisa de la sierra que a menudo recorre el Madrid de madrugadas canallas, y cuando decidimos que habíamos agotado todo lo que aquellos bares podían darnos nos arrastramos hacia Gran Vía entre tropezones y bromas, dos borrachos de amor, y si al final le invité a mi casa fue más por querer abrazarle en silencio y sin miedo que por tener un sexo que, como él mismo dijo, sería más bien pobre, incluso artificial, pero mi amigo se escabulló en besos que por no saber (o no querer) interpretar vencieron más tarde mi resistencia en un portal, decenas de metros más allá del lugar donde me despedí de él lanzándole por la boca mi corazón que no logró colarse por la ventanilla de su taxi, aunque cómo culparle.

13 de noviembre de 2005

Por ti (À toi, Joe Dassin)

Por ti
Por tu belleza tan particular
Por esa forma tuya de mirar
Por tus palabras que a veces no son verdad

Por ti
Por ese niño guapo que eras tú
Y que aún eres, para qué mentir
Por tu pasado y todo aquello
Que no pudiste cumplir

Por la vida, el amor
La noche y el calor
Por la eterna risa del azar
Por la luz que vendrá
Y se reflejará
En ese mar que seremos tú y yo


Por mí
Por mi locura que eres sólo tú
Por mis silencios, por mi ingratitud
Por mis traiciones y mi mal humor que es amor

Por mí
Y el tiempo que pasé buscándote
Por mis virtudes que te hacen reír
Por todo lo que te oculté
Por mi perpetua ingenuidad

Por la vida, el amor
La noche y el calor
Por la eterna risa del azar
Por la luz que vendrá
Y se reflejará
En ese mar que seremos tú y yo


Tú y yo
Por los recuerdos que aún no lo son
Por el segundo que está por pasar
Por la tristeza que nos enseñó
A esperar

Tú y yo
Nuestra esperanza y nuestra ilusión
Nuestra primera cita aún por llegar
A la salud de los amantes
Soñadores hasta el fin

Por la vida, el amor
La noche y el calor
Por la eterna risa del azar
Por la luz que vendrá
Y se reflejará
En ese mar que seremos tú y yo


(Mi versión libre de la primera canción que aprendí y que canté)

10 de noviembre de 2005

Mi preferida

Ocurrió a la noche. Unas manos tiraron de tu cabellera cobriza y empezaron a despojarte de tus ropas sin piedad, una a una. Primero ese suéter de perla que resaltaba tu busto, ahora extirpado a la fuerza, casi deshilachándose en su lucha por aferrarse al más perfecto de los moldes. Luego la falda vaquera a la que sólo tú podías darle clase, cayendo torpemente a tus pies. Y al final, esas botas que sólo yo tenía derecho a arrancarte... La mentira de tu piel fue revelada. Así, desnuda, no eras más que una estatua de la cruel modernidad. Inerte, un bloque de polietileno ofrecido a la sed noctámbula de esos ojos que se arrastraban por la avenida en busca de una fantasía robada, como tu vida.

Seguramente, si hubiera permanecido frente al escaparate habría contemplado como volvían a vestirte, a convertirte en rubia peligrosa o morena de rompe y rasga, en hembra fatal o mujer eterna. Quizás logren engañar a otros... pero eras tú, la enigmática, mi preferida.

8 de noviembre de 2005

Mis motivos

Todo acto creativo es necesario para su autor. Parece una obviedad, pero precisamente por ello lo había olvidado.

Estas semanas he navegado desorientado, encallando en pensamientos alejados de mi tejido emocional. La piel no miente, y admito –porque ya es hora– que desde aquel lejano I say los momentos en que he volado han sido aquellos en que una canción nace. La sensación de dar forma a algo tuyo pero que deja de estar en ti. Y admito también que otro momento único para mí fue el concierto con mi primer grupo, Mary Maloney. Significaba exponer esas canciones a un público cómplice, cara a cara.

¿Qué ha sido siempre el arte? Eso: crear y enseñar. Mostrarse. Desde que empecé, mi meta como músico ha sido que al menos una de mis canciones lograra emocionar de verdad a alguien que no formara parte de mi círculo más íntimo, alguien cuyo afecto no le hiciera ser demasiado subjetivo. Trascender. Como persona que vive la música, siempre he envidiado a los creadores de las canciones que se suman a mi pequeña lista y me acompañan día a día. La verdad es que lo he conseguido, o al menos ya me consta: recientemente L... me ha confesado que mi canción Ahora le ha llegado muy hondo o que no puede dejar de tararear Lo Nuestro. Conozco a L..., ella a mí también, pero –todavía– no somos amigos. Sus palabras han supuesto una gran dosis de confianza –falta me hacía– en mi apuesta, me han enorgullecido, me he sentido reconfortado. Y lo más importante: me han recordado mis motivos.

El mundo comercial es algo distinto, ajeno al universo creativo. Había llegado a confundirme, a sentirme frustrado por las dificultades de abrirme paso en el mundo comercial cuando resulta que mi universo creativo no deja de avanzar, crecer, desarrollarse. Esta es la cuestión, había olvidado que mis motivos eran crear y enseñar. Las compañías y radios tienen que ver con lo segundo, sí, pero constituyen unos cauces estrechos, limitados, y no estoy dispuesto a pervertir mi música, mi pasión, para lograr acaso enseñar a más gente algo que no sería mío. Prefiero mostrarme a 20 personas antes que entregar una mentira a 2000. No sé qué caminos tomaré, es complejo administrar esfuerzos, dinero, ilusión... pero aun deseando y luchando por que algún día se abra una puerta, ya no sufriré por eso.

Algo es cierto: en mi habitación seguirá sonando mi voz y mis guitarras. También en algunos I-Pod, a fuerza de cariño, emoción o ambos. Tal vez en algún concierto.

No es cuestión de números, sino de verdad.

7 de noviembre de 2005

Por tierra

Puede ser cualquier cosa. Un bolígrafo, un carnet, una entrada de cine... En el metro caen por tierra muchos objetos. Hoy fueron unos apuntes deliberadamente arrojados al suelo de un vagón. Me pregunto qué arrebato, qué semilla de locura habrán inspirado ese gesto. Me pregunto si en el fondo no nacen del mismo impulso todas esas pérdidas, poco llamativas a primera vista, para reproducir, acaso calmar la pérdida incesante, ese deseo que se malbarata segundo a segundo, con pequeñas dosis de despojamiento, como un picor se calma con otro que nos provocamos a conciencia.

4 de noviembre de 2005

Aleph

Quiero tu desvanecimiento, mirar olvidado de distancias, ser dentro, saber desde la piel a un tiempo, devolverte tu sueño, volver a la idiotez suprema, qué bella, qué lejana... aunque ya sea imposible, volar eones de pérdida y dolor, como cuando te arrancaban un triángulo rojo que era tu corazón y tú te echabas a llorar y llegaba mamá y restablecía tu ser, el mundo, tu integridad inviolable, la historia de un instante, el abandono, desaparecer en este mantra del deseo, ignorar todo, el resto, lo otro.

La ausencia.

3 de noviembre de 2005

Dragones y mazmorras

Tenemos poderes.

Yo soy el arquero. Tú eres el mago. Él, claro está, es el acróbata.

Yo disparo –y recibo– flechas de amor. Tú coleccionas chisteras y trucos refinados. Él trata de mantener el equilibrio sobre un puente imposible de palabras.

Nuestro mundo no es infernal, aunque hay sombras.

Es virtual e intensamente real. Es un triángulo escaleno.

2 de noviembre de 2005

Amor y muerte

Abato al animal de amor que soy.

Desde hoy no te aullaré en las madrugadas devorando la niebla bajo tu ventana.

Me alejaré sin un jirón de tu carne en mi boca. Sin una mirada sincera a este animal que te ama.

Tú me convertiste en bestia. Me amamantaste de tu propio pecho.

Me extingo. Seré ave migratoria.

Volver a ti

Isla... Mi isla.

¿Por qué será que siempre te encuentro?

Tal vez porque eres mi refugio de tristeza. Tal vez porque en ti el sol nunca quema.

Te necesito en la misma medida que te rechazo. Eres mi amante más previsible y fiel.

Eres mi territorio de fuga.

Mediodía

Hoy subí a lo alto del acantilado.

El sol coqueteaba entre las nubes. Ahora sí, ahora no...

Me mecí entre recuerdos y fantasías. Como de costumbre.

Empezaron a caer algunas gotas al mediodía. Muy pronto, la tormenta.

No me fui. Necesitaba ser mar.

Hoy

Amanece en la isla.

El sol emerge del mar. La playa recobra lentamente los colores que robó la noche.

Ayer es sólo un sueño. Tan real como lo que esconde el horizonte.

Abro mis ojos a la mañana y siento que hoy comienza todo. Me gusta.

31 de octubre de 2005

El mar no cesa

Impotente. Mi proa hecha trizas al contacto con otra piel. Navegar en la tempestad es una osadía y yo, que hace un tiempo que no escondo la cabeza, me declaro humano. Confieso que he varado. Me dispongo a recoger velas y acostar en una isla tranquila. Allí me desnudaré (esto el comienzo) y dejaré que el aire me desentumezca.

Hasta que el mar me llame con su arrullo, hasta el próximo naufragio.

Bosque

Entonces estaba equivocado... Me mintió el ocaso, me burlaron las madrugadas de desnudos entre cigarrillos y velas. Todas esas palabras, esos paréntesis que encerraban otros paréntesis, eran un bosque. Y en él me perdí. Me perdí porque quería perderme, no lo niego. ¿Quién querría salir? ¿Quién no desearía abrazarse a esos troncos, lavar sus manos en las lagunas o clavar las rodillas en la tierra? ¿Quién no se tumbaría en hojas secas y perseguiría los destellos del último sol? ¿Quién no rozaría la locura en las noches de invierno, cuando la humedad flota, se pega a la piel y nos incita a devorar otra piel húmeda y palpitante? ¿Quién no soñaría con deshacer su mundo y convertir ese bosque en su morada?

Después de perderme en tu bosque, dime qué podrán significar otros.

29 de octubre de 2005

Paseo

Un paseo por mi ciudad... Llamo mi ciudad al lugar donde nací, pero desnudemos de toda connotación al posesivo. Porque si empezamos a darle connotaciones, me ahogo. Pasear por mi ciudad es asistir a una procesión de espectros. La luz, siempre bella en mi ciudad a esta hora de la tarde, es engañosa. Arroja un brillo inútil sobre pieles ya muertas. Veo cadáveres sentados en bancos de parque, cadáveres al volante, cadáveres vestidos de domingo cogidos de la mano. También mis recuerdos −no, esos no murieron− me revisitan, porque un paseo por mi ciudad es un paseo por mis recuerdos, y la mayoría me devuelven a cuando yo no era nadie, cuando por no ser no era ni yo. No me reconozco, no quiero identificarme con aquel niño extrañado, aquel adolescente amargo que quién sabe cómo dejó su ciudad para que su ciudad fuera su ciudad. El problema es que cuando vuelve, cuando vuelvo, un simple paseo le agobia, le hace ver fantasmas. Mi cudad se convierte en un monstruo de cemento y memoria.

27 de octubre de 2005

Norte

Fui a tu ciudad y vi sombras danzar en la niebla
Vi niños correr libres en la colina
Vi horizontes habitados
Por ojos que quieren ver lo que aún no es

Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad


Fui a tu ciudad y escuché su rumor incesante
Escuché la lluvia caer en la arena
Escuché risas de amantes
El eco de lo que pudo ser y ya no fue

Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad


Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad

Y pensé
En quedarme a vivir
En tu ciudad

26 de octubre de 2005

Volver

El tren se desliza
Se borra el paisaje
Pero permanece mi melancolía
La tormenta crece en el horizonte

Vuelvo a casa otra vez
A nuestra ciudad
Y no me esperarás

Este lento atardecer
Me invita a soñar
Sí... ¿pero dónde estás?


Si cierro los ojos
Puedo imaginar
Que tú viajas sin moverte de mi lado
Que el calor de tu cuerpo me cobija

Vuelvo a casa otra vez
A nuestra ciudad
Y no me esperarás

Este lento atardecer
Me invita a soñar
Sí... ¿pero dónde estás?

25 de octubre de 2005

Islas, horizontes

De adolescente pasé mucho tiempo, demasiado, a oscuras en mi cuarto. Escuchaba música con los cascos. Muy alta, tan alta que impedía pensamiento alguno. Sin embargo, el volumen ensordecedor no aplacaba un ahogo que se revelaba en ansia. No sabía cuál era mi problema, pero sí sabía que la vida no podía ser eso: un chico de 16 años encerrado en su dormitorio noche tras noche. Había una parte de mí que ya no crecía conmigo, que se había quedado en los primeros, inconscientes deseos de la infancia, cuando en los vestuarios de mi colegio me quedaba mirando el torso de algunos de mis compañeros, los más guapos. O sus piernas, su sonrisa, algún detalle... Era natural, normal. Luego no, luego fue imposible. Y ahí quedó mi deseo, atrapado en una isla. Tuve que inventarme otro, postizo, forzado. Quizás de ahí ese ahogo, ese ansia, ese acopio de sensaciones intensas pero invariablemente solitarias, acumuladas en viajes al extranjero, atardeceres barridos por el cierzo o primeras sesiones de butacas vacías.

Ayer escribí una canción. Bueno, comencé a escribirla pero tuve que parar. Me costaba encontrar las palabras. Quería infundir esperanza en ese muchacho, porque afortunadamente hubo un futuro mejor para él y pudo ser libre para amar, en el sufrimiento y en la plenitud, pero libre. Hoy quizás pueda acabarla.

24 de octubre de 2005

Rimas

Escribo rimas siempre que voy en metro. Observo que mi jersey es del mismo color que el de la chica que tengo al lado y que casualmente me cae bien, esa sensación difícil de justificar que a veces tenemos de alguien a quien no conocemos. Estoy escuchando una canción triste en mi discman y en el rostro de un chico sentado en el que me llevo fijando un buen rato se dibuja una mueca de amargura. Las puertas del vagón se abren cuando en mi mente entreveo nuevos horizontes. El tren se para en un túnel al tiempo que siento que mi vida no avanza... Otras veces ocurre al revés, como cuando contemplo juntas a dos personas que no riman en absoluto, pongamos un traje gris contra un vestido amarillo, un corte masculino a la última desafiando a un cabello con raya a la derecha, o una mochila de colegio fucsia frente a un maletín de ejecutivo… Y como siempre, nada es al azar.

20 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (VII y último)

Dame la fantasía, dame noches de ojos abiertos, mediodías entre sábanas y domingos sin ocaso, dame horizontes posibles... dame el tiempo que me falta, llantos de alegría y risas de tristeza, dame un cuerpo para abrazar... dame un mundo de los dos, dame tantos besos que no pueda vivir sin ellos, dame lujuria, dame las ganas de comernos a bocados la vida... dame lo que yo te daría, porque yo te daría lo que no te atreves a pedir, te lo daría todo.

Dame recuerdos improbables, amor...

19 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (VI)

Habías venido a mi casa para hacer el amor, no hizo falta una copa ni torpes equívocos. Te besé en la cocina tomando tu nuca en mi mano, tú cerraste los ojos y me besaste con todo. Te amaba, no necesitaba nada más. Las horas que pasamos en mi cama fueron horas de olvido y fuga. Al final te pregunté si querías quedarte, y aunque entendí tu silencio, no pude reprimir un latigazo de dolor cuando cerré la puerta tras de ti y te alejaste hacia las escaleras envuelto en sombras de madrugada.

17 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (V)

No creo que me recuerdes, yo era el chico que siempre estaba en la puerta cuando salías de tu clase de violín, te había descubierto un día, tan sólo paseaba por el barrio una tarde de otoño y te había visto salir con una compañera tuya, me fijé en ti y me dije en aquel instante que tenía que recordar tu rostro para reconocerte la próxima vez, porque habría una próxima vez, pero tú nunca, nunca me miraste durante aquellos meses en que yo te vi salir de clase, aquellos meses en que la luz fue cambiando, en que nos crecía el pelo, mudábamos de ropa... pero siempre en el mismo lugar, a la misma hora, y a veces salías más alegre que otras, tu sonrisa adueñándose de un rostro tal vez demasiado grave, demasiado hermoso, y fue poco a poco, hilando retazos de conversaciones escuchadas a medias, que supe tu nombre, Carlos, supe tu edad, dónde vivías... te seguí en más de una ocasión, lo admito, reproduje tus pasos hacia el metro, tu recorrido hasta el final de la línea, tu breve camino a casa, incluso a veces cruzaba de acera y me quedaba un rato frente al edificio deseando verte a través de alguna ventana, quizás desnudándote ajeno a mi mirada... tampoco aquello sucedió nunca, y un día, no sé por qué, me quedé en tu portal un buen rato, qué esperaba, qué quería descubrir, no lo sé, sólo recuerdo una escena, un hombre que llega, su mirada clavada en mí tal vez sugiriendo algo, llamando indeciso a un piso, preguntando por Marcos y tu voz respondiendo: "Sí, sube".

13 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (IV)

Tenías esa forma de ser por la que yo te amaba sin límite pero, curiosamente, sin saber muy bien por qué, y es que de pronto me traías un trozo de tarta que habías cocinado o me hablabas de tu pasión por los pingüinos y, cómo explicarlo, mi garganta se estrechaba ahogando las palabras que nunca, nunca podrían explicar lo que entonces sentía.

Recuerdos improbables (III)

Fui a tu ciudad y vi torres encendidas en fuego,
vi sombras danzar en la bahía,
vi el vapor espectral, flotante,
vi la caricia del cielo y la tierra,
vi una lengua besar el mar,
vi olas contra los acantilados,
vi gaviotas detener sus alas en la brisa,
vi ojos habitar el horizonte,
vi niños correr en la colina,
vi plazas solitarias sobrevivir al tiempo... y escuché,
escuché crujir las amarras,
escuché sirenas de barcos en la distancia,
escuché el rumor perpetuo de la ciudad marina,
escuché la lluvia golpear la arena,
escuché risas de amantes encaramados a un promontorio crepuscular,
escuché la espuma crepitar vencida,
escuché el eco de lo que no vivimos.
Fui a tu ciudad
para encontrarte.

7 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (II)

Tenías un poema escrito en papel de seda malva pegado en la pared. Nunca hablábamos, pero cuando pasaba por tu escritorio siempre me fijaba en él, en ti. Estaba caligrafiado con pluma de tinta color plata. Llegué a memorizarlo, aprovechaba cuando ya te habías marchado a casa y la luz de la tarde bañaba el malva, acaso como bañaría la isla de la que hablaba el poema, para leerlo a placer sentado en tu silla, con las manos sobre tu mesa como tú acostumbrabas a ponerlas, viendo la playa, el acantilado, el mar, con tus ojos. Era el instante que siempre esperaba, no porque prefiriera que te fueras, sino para sentirte mío. Un día, al irte, comenzaste a despegar el poema, te volviste a mí y me dijiste: “Hoy es mi último día”. Yo no respondí, náufrago como me dejabas de ti, de nuestra isla.

Recuerdos improbables (I)

Recuerdo aquella noche, el viento, el frío. Volvíamos a casa, no lo habíamos pasado mal con toda esa gente, aunque lo mejor había sido estar contigo. Caminábamos tiritando, riéndonos a carcajadas de cualquier tontería. Sólo a veces nuestros abrigos se rozaban sin querer, tal vez nuestros guantes... Alguien tenía que coger un taxi, pero ninguno era el primero. También, a veces, nos mirábamos sin detener la mirada. Hasta que tropecé con aquella valla. Tú me agarraste y, no sé por qué, no me preguntes por qué te abracé y hundí mi cabeza en la curva de tu cuello, por qué rocé mi mejilla contra tu mejilla y absorbí tu aroma, por qué tomé tu cabeza entre mis manos y te dije: “Sabes que te quiero”.

5 de octubre de 2005

+ plbrs

Esto es todo, y todo se resume en esto: nada. Empeñado en escoger palabras para explicar esto que me ocurre. Pero nada se explica, y menos aún con palabras. Todo es así de complicado, la sencillez es mentirosa. Estoy harto de mentiras, harto de palabras. ¿Las ves? Una tras otra, una tras otra... Si total, luego se olvidan. Pero se empeñan... Una y otra, una y otra... T quieres kitar de aí? Mira k t dformo y vs a vr n k t kdas! ahora k, e? mirat, stas ridcula! sin acntos ni vcls! Kasi ni s t ntiend! t usare, plbr, km kn usa un klnx! slo asi pdre dcir k l amr m duel, k l fturo m da miedo o k a vcs m abrro y n s k hacr. slo asi knfieso k hay dias n k n m lvantria d l kma, n haria otr ksa k mastrbrm y dormr, mastrbrm y dormr... dias k pdria brrar dl klndario sin dlor... tb s crto k a vcs m snto fliz, tn fliz k tngo miedo (mldito miedo, n t djas rducir), tn fliz k l dlor s olvida... pro sto s una glpollez, l msmo s entiende l k digo y al final lo único que está claro es que necesito las palabras, deformantes, deformadas, como sea, para poder al menos pensar en esto, esto que es todo y es nada, pero que soy yo. Yo, ni + ni -! :-)

1 de octubre de 2005

El Reencuentro

Sara se maquillaba frente al espejo sin que sus ojos llegasen a traspasarlo y alcanzaran el otro lado donde habrían encontrado la reproducción acaso demasiado perfecta de la realidad, y aunque su cuerpo formara parte de aquella imagen, su mente hacía horas que vagaba en otras coordenadas del espacio y del tiempo. Sólo tenía unos minutos para arreglarse y salir por la puerta, se había demorado demasiado decidiendo qué ponerse para su cita. Al final, entre la montaña de ropa que se había formado sobre su cama, había tirado de un trozo de tela que asomaba como una lengua de lava y había brotado un vestido que no recordaba haber estrenado. Se había quitado a toda prisa el camisón y había dejado resbalar la seda sobre su cuerpo desnudo. Se miró en el espejo del armario. Sí, era lo que estaba buscando. No pudo evitar que un rubor quemase sus mejillas al pensar que a su edad, ese vestido le sentaba mejor que a muchas jovencitas. Por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta que todavía podía presumir de sus largas piernas, cuya piel conservaba el brillo de los veinte años, o su pelo, no en vano a Roberto su melena cobriza siempre le había vuelto loco y era cierto que muchas veces había hundido sus manos en su cabellera cuando hacían el amor, y también su rostro, poseído por esa belleza atemporal o tal vez remota, inexplicable y por ello sublime como él se aventuraba a proclamar en sus momentos más wilderianos, y que había despertado a lo largo de su vida idéntica admiración.

No se acordaba de la última vez que había estado tan nerviosa. Su pulso le fallaba al tratar de perfilar la raya sobre el contorno de los párpados. Olvidada del presente, había iniciado un largo viaje en el tiempo que, sin embargo, para ella era como si del día anterior se tratase aunque ya hiciera bastantes años que lo suyo con Roberto había terminado. Le había conocido en una sala de arte cerca del Retiro donde ella presentaba sus cuadros en una exposición temporal. Aquella tarde se preservaba intacta en su memoria. Era el día de la inauguración, él era amigo del dueño de la sala y había acudido por curiosidad. Había oído de la espiritualidad que emanaban las pinturas de Sara. No podían calificarse de meramente figurativas. En sus retratos o paisajes siempre conseguía capturar la esencia de lo retratado, y no sólo la esencia, sino que parecía anticiparse al impacto de esas visiones robadas de la realidad en la consciencia de quienes luego contemplarían esos cuadros, y ponerse delante de ellos era dejarse habitar por las texturas de luz, los contrastes de color, la desmesurada vividez de los objetos, seres y horizontes a cuyos límites con el mundo lograrían asomarse con suerte los ojos del observador. De esta forma, tras permanecer durante unos minutos delante de una de sus pinturas – Despierta el alba, recordaba Sara – y llorar con llanto de tormenta, como en pocos hombres había visto y que tanto la impresionó, se había acercado a ella y tan sólo le había dado las gracias, nada más que una palabra y, no obstante, dos sílabas habían bastado para que los caminos de sus vidas se fundieran en una misma encrucijada, la que aquella tarde los mantuvo unidos una vez la fiesta terminó y las luces de la sala se apagaron. Luego se habían dejado llevar, sus pasos guiados por la certeza de que no hacía falta convenir nada en aquel crepúsculo del mes de febrero, opaco y sombrío como sólo en Madrid en aquellas calles al lado del Paseo del Prado donde la ciudad juega a ser París, y quizás por eso eligieron más adelante esas calles para proponerse citas sin lugar ni hora precisos, y entonces fueron ellos quienes jugaron durante aquel tiempo a ser Horacio y Lucía, convencidos de que jamás llegarían al final del juego. Se había levantado viento, las copas de los árboles murmuraban y ellos seguían sin hablar, para qué si al fin y al cabo todo eso no los pillaba de adolescentes, si tantas veces habían conocido esa sensación sin nombre de casi querer a la otra persona aunque apenas se la conozca, de desear comerse a besos la boca que tiembla al ser contemplada, con otra boca que también tiembla y que tiene miedo de pronunciar cualquier palabra, el temor a equivocarse si expresara lo que se desvanecería al hacerse verbo, aquello que estallaba en sus cabezas, y sólo a la altura del museo, sin que supieran ya muy bien adónde iban, si es que en una tarde de invierno alcanzase uno a saber qué camino tomar cuando Madrid se difumina bajo la luz de las farolas, se habían acercado el uno al otro, no para escuchar mejor lo que al fin pudieran decirse, sino para matar esas ganas que tenían de comerse a besos, de abrazar el cuerpo deseado y palpar sus desconocidas formas que inevitablemente se añadirían a la memoria de los amantes por un día, un año, o una eternidad.

Cuando salió a la calle, le costó mucho esfuerzo comprobar que no era invierno, y que aquellas tampoco eran las calles de detrás del Museo del Prado. Era verano, y la calle era una de las que bajaban de la Plaza de la Paja. A aquella hora, los chiquillos corrían entre las mesas de las terrazas, los jóvenes bohemios y los turistas caminaban a paso lento admirando la belleza del Madrid más mayestático, y ella era una mujer de rojo que volaba hacia su cita con el tiempo. Él la había llamado el día anterior, había vuelto, y al escuchar su voz supo que era cierto, que por mucho que todos esos años hubiera tratado de olvidarle en otras calles y en otras camas, aferrándose a otros cuerpos, arrinconando sus recuerdos o mutándolos en pinceladas acaso más sutiles o aceradas según el momento, vertiendo su dolor sobre los lienzos que poco a poco habían ido revelando más el alma de la artista que la realidad que intentaba capturar, todavía le quería. Y no sólo eso, le amaba más que nunca, porque cómo podría compararte a un día de verano, si tú eres más hermoso y sosegado, y aunque tempestuosos vientos agiten los delicados brotes de mayo, el eterno verano no se apagará, y hubo un tiempo en que pensé que había sido mejor separarnos si bien nuestro amor era uno solo, y por más que nada pudiera devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor, encontraría la fuerza en lo que queda atrás, creí como una boba las palabras de los poetas, pero me equivoqué, y las flores estivales no volvieron nunca a brotar. Habíamos recorrido juntos selvas y desiertos, estaciones y aeropuertos, caminos de la fantasía y rincones de nuestra ciudad amada, seguros de que el tiempo no se agotaría, bebiendo la luz de las estrellas y el fulgor del sol de la mañana, yo en ti y tú en mí, en el vértice donde los opuestos se encuentran. Mi arte se adentró en dimensiones desconocidas, y los objetos ya no eran sólo objetos, y en cada molécula de vida hallaba nuevas realidades, nuevas formas, mi consciencia expandiendo la percepción de un mundo que se abría ante mí desvelándome su verdad, la verdad del amor. Cuántas tardes ante el lienzo, en cualquier plaza o en mi sala de pintura, y tú a mi lado, tu simple presencia mi talismán, embarcada en una lucha contra esos pinceles nunca demasiado finos, esa tela nunca demasiado transpirante, y eran mis herramientas las que imponían sus límites a mi inspiración, y fueron aquellos cuadros los que me encumbraron a lo que ahora soy, sin que jamás haya sido capaz de volver a pintar así, y es que Madrid nunca fue un escenario tan voluptuoso como en aquel tiempo, y eran su calles la madeja del hilo de Ariadna, porque el laberinto en realidad lo tejía nuestro sueño, y tú fuiste mi mejor Teseo, y juntos inventamos una ciudad nueva que se revelaba impúdica y por vez primera se dejaba penetrar hasta sus entrañas, y es cierto que la apuramos hasta la última gota. Reconozco, en los momentos en que no me nubla el dolor, que había advertido el principio de algo, quizás el principio de un probable fin, esos signos de agotamiento que siempre preferimos soslayar, segundos de duda, de caída del cielo, y sé que te parecerá una tontería... ¿pero te acuerdas de aquella planta con esas hojas tan anchas y magníficas, presidiendo imponente la mesa del salón? Una tarde llegaste a mi casa y me dijiste que te marchabas, te habían ofrecido un contrato de dos años como profesor de creación literaria en una universidad británica que no podías rechazar, no quise saber si lo buscaste o fueron ellos los que te encontraron, pero te ibas, y yo me abracé a ti, los dos de pie en el salón, y entonces la vi, sus hojas se habían marchitado sin que tú ni yo nos diéramos cuenta, un pálido amarillo se había extendido por toda ella como un manto de enfermedad, no recuerdo haberla dejado de regar, y tú me preguntaste si quería marcharme contigo, y yo en ese preciso momento decidí negar lo que en el fondo anhelaba con ansia, preferí abandonar el camino en ese instante de vacilación pensando que de lo contrario nuestros pasos pronto nos llevarían al abismo. ¿Por qué no huí contigo, por qué me venció el miedo a vivir del amor, a sólo poseer en este mundo el objeto de la verdadera devoción, quemar la tierra tras nosotros y devorar ese camino que se abriría ante nuestros pies, si al fin y al cabo terminé muriendo de amor, no poseyendo nada en este mundo, única pobladora de una tierra devastada, y Madrid fue una ciudad de calles sin salida, y el eco de tu voz recitándome los versos de amor más bellos resonaba en las paredes de los edificios, contra el cielo nocturno, y yo te buscaba en cualquier lugar y a cualquier hora segura de que no te encontraría? Años de vacío, de rostros sin memoria, miles de tardes de tempestad sin más paraguas para mi soledad que mis recuerdos, porque no fueron dos años sino muchos más. Y ahora has vuelto, “¿Podemos vernos?”, me has preguntado, y yo te he respondido: “Sí”. Desde ayer no tengo hambre ni sueño, porque un único pensamiento me alimenta y me da la fuerza: tú, tu voz de nuevo, tu cuerpo de nuevo. Otra vez Madrid te devolverá a mis ojos, y si cualquier día me abandono a las calles sin rumbo, podré encontrarte en un recodo del laberinto, parado delante de un escaparate o llorando con tu llanto de tormenta ante el ocaso de una tarde de verano en la Plaza de Oriente, para el que no existen palabras, todavía no se han inventado, como no se ha inventado la forma de decirte lo que siento al verte ahora, tu figura recortada contra la silueta gris del Palacio, tu boca que tiembla al acercarse a mi boca, tu cuerpo agitándose al contacto con mi cuerpo, y sé que ya nunca me separaré de ti.

Equilibristas

Una mirada
sin palabras.
Es tan delgada la cuerda
que nos sostiene.
Tan cerca del firmamento,
desvanecidos en su resplandor.
El universo late
sobre nosotros.
Sin huellas,
sin futuro.
Solo una cuerda.
Espero que no se rompa.
Bailemos un vals,
estallemos en risas,
besémonos para siempre,
mi equilibrista,
como si el tiempo fuera
simplemente
tú y yo caminando juntos
sobre una cuerda.

23 de septiembre de 2005

Aquella timidez

¿Te acuerdas, cariño, de tu timidez? Quedamos para un café, o eso creías, y reímos durante horas, nuestros ojos iluminados por las velas, y fue luego a la noche cuando vagando nos encontramos camino de tu casa, tan normal subir y tomar algo, hojear fotos, escuchar música, rodearte entre mis brazos y decirte “Bobo...”, pasar del sofá a la cama, sentir tu cuerpo contra el mío, tu boca contra mi boca, empezar a quererte, quedarme allí.

21 de septiembre de 2005

Con permiso de la locura

Son muchas las palabras mudas. Por suerte. De otra forma, si se oyera lo que pensamos, lo que sentimos, el pudor nos devoraría. La mente no descansa, elabora frases segundo a segundo, es una tortura. Sólo una película extraordinaria, el buen sexo o la música logran despejar esa tormenta perpetua. Pero el resto del tiempo pensamos, hablamos, decimos todo lo que diríamos si pudiéramos decirlo. Vivimos palabras, hasta movemos los labios dibujándolas en un pensamiento. A solas, en la calle, en un café... Todos con nuestro discurso, nuestro mundo ajeno a la luz, a los objetos. Ese mundo neuronal donde todo se conecta, todo vuelve a ser mirado de una y mil formas. Los amantes se recuperan, los lugares se imaginan, los deseos se cumplen, la furia estalla y el llanto discurre sin lágrimas... Un mundo del que al menos somos los dioses. Con permiso de la locura, eso sí, porque entonces nos convertimos en personas.

19 de septiembre de 2005

Monólogo del día a día (III)

Te pienso. Estoy sentado en un banco de parque. El sol de mediodía se filtra entre los árboles y calienta mi cuerpo en temblor. Ha llegado el otoño. Grupos de personas, en su mayoría chicos trajeados de mi edad, pasan conversando. Casi siempre es el fútbol. Pero no quiero hablar de ellos, ni del frío. Lo que quiero decir es que te pienso. Te pienso y conjugo en pasado, en presente, incluso en futuro aunque me cueste. Verbalizo ideas, recuerdos, esperanzas. Sumo y mezclo, revivo y fantaseo. Tú, tú, tú... Como en las novelas. Me tenía que pasar a mí. Enamorarme, tener que fingir, hacer como si... Te pienso. Y sí, es bello, pero duele, vaya si me duele. Y a ti no puedo culparte, como en las novelas de amor soy el que espera, el enamorado que lo justifica todo. ¿Qué culpa podrías tener, tú que eres el ser perfecto? Claro que sería difícil estar juntos, claro que intuyo lo complicado. ¿Pero en qué novela el que ama no se ciega ante las complejidades? No, yo te pienso y eso es todo. Porque es todo, porque mi mente colapsa en tu pensamiento hasta cerrar el espacio y abolir el tiempo. Tú eres mi big bang. Y al explotar el tiempo corre de nuevo, el espacio se despliega y vuelve el sol otoñal, los muchachos hablando de fútbol, la conciencia del regreso al orden, tal vez las lágrimas. Yo también quiero expandirme a tu lado, quiero volar contigo, mi amor. A ninguna parte. O a todas. Quiero que venga el escritor de la novela y escriba un final feliz.

15 de septiembre de 2005

Monólogo del día a día (II)

Hoy todo será distinto, se dice. Se afeita la barba escasa como cada mañana. Luego viene el after-shave, el desodorante, la colonia... Hoy va a ser diferente. Si la corbata me aprieta, la aflojaré. Si necesito descansar dos minutos, me levantaré a por un café... El tazón de desayuno apurado entre noticia y noticia, el traje planchado la noche anterior armándose sobre su cuerpo. Treinta y cinco años, ¿esto va a ser siempre así? Las llaves colgando de la puerta, dos vueltas y escaleras abajo, calle y caminata de tres minutos exactos hasta el metro. Ocho de la mañana, un enjambre humano agolpándose en la plataforma. Un día más... Ocho horas, o nueve, o diez... Mi jefa... Ese lameculos... Llego tarde... Y sin embargo, cada hormiga carga con su peso en solitario, sin transparentar su angustia. Cuando las puertas se abren, las hormigas se empujan unas a otras dificultándose el paso, haciendo más dura la carga.

Monólogo del día a día

Te amo
Sólo tres sílabas
En rima contigo

Tres sílabas
Al pensar en ti
Y siempre pienso en ti

Tres soplos en fuga
Te amo
Me llena el amor

Te amo
Hace tanto que te amo
Y no ceso

12 de septiembre de 2005

Hacia ti

Si las ideas huyen de los labios
Si el abrazo se alarga
O me duermo en tus ojos
Mi centro se deshace
Me puedes
Me ganas en el combate

Corro desnudo por la pradera
El frío quema mi piel
Tú ni me persigues
Sólo miras

Es el amor
Ese bastardo que no sabe llamarse
Pasión, cariño o violencia

Es el amor
Ese fantasma cercano
Ese pozo sin fondo

8 de septiembre de 2005

South London boy

Me dijiste
"I'm a South London boy"
Orgulloso
Las manos en tu cintura
Postura de cowboy
Quizás South London cowboy

Desnudo
Desarmado y bello

La tele encendida
Fotos entre las sábanas
Y la noche
Apagada

26 de agosto de 2005

Amanecer

Me besas
Me matas de ternura
Desayuno a dos

Noche

Hiela madrugada
Sábanas a un lado
Del otro nos amamos

22 de agosto de 2005

Pintando

El negro
El blanco
Mueren en olvido
Mi pasión
Los ha teñido
De sangre y viento

Eterno

Tu mano
En mi piel
Mi aliento
En tu boca
Confinar el mundo
En un instante de amor

20 de agosto de 2005

No Tenía Hambre

- ¿A qué hora llegan Sam y Debbie? – pregunta Matt en voz alta desde el cuarto de baño.
- Están al caer, cariño. Si has acabado ya puedo entrar yo – responde Linda mientras se sube la falda y busca una blusa en el armario del dormitorio.
- No, todavía no he terminado.

Matt desliza con cuidado la cuchilla de afeitar sobre sus pómulos. Cada poco la golpea contra el borde del lavabo y luego abre el grifo para limpiarla. Deja para el final el perfilado de las patillas. No hace mucho que las lleva y es importante que queden iguales, piensa. A Linda no le gustan, pero Matt las llevaba antes de que se conocieran y le apetece volver a lucirlas. Cuando acaba, se lava la cara con agua helada y se aplica after-shave sin alcohol. Luego se perfuma el cuello y la nuca con una colonia de la misma marca. Su mirada se posa sobre la cuchilla que aún no ha arrojado a la papelera. La toma, la lleva a su pecho y la hunde en la piel. Luego apoya sus manos sobre el lavabo, acerca su rostro al espejo y contempla un buen rato la herida de la que apenas brota un poco de sangre. Inspira y expira lentamente el aire de sus pulmones. Sus costillas se marcan y difuminan alternativamente bajo la piel al ritmo de su respiración. Tiene un cuerpo bien formado. Un poco delgado, piensa, pero eso le gusta. Abre el pequeño armario donde Linda guarda su maquillaje. Saca una barra de rouge, la abre y se pone un poco. Ensaya una risa. Vuelve a pasarla sobre sus labios cubriéndolos por completo. Se echa el pelo hacia atrás y lanza un beso a su imagen reflejada. Toma de nuevo el pintalabios y lo desliza sobre sus pezones, su estómago, su vientre. Nota una erección bajo el pantalón y se lleva la mano abajo.

- Matt, ¿cómo va todo? – le pregunta Linda desde afuera llamando a la puerta.
- Ya salgo – dice él.
- ¿Puedo pasar? – le oye Matt preguntar de nuevo mientras se limpia rápidamente con un trozo de papel higiénico humedecido y pone todo en su lugar.

Matt sale finalmente ocultando el pequeño corte con su brazo mientras se rasca la axila. Linda le dice algo acerca de Sam y Debbie antes de entrar. Matt pasa a su lado mirándola como si nada. Ya en el dormitorio vuelve a contemplarse en el espejo del armario. La herida sangra de nuevo un poco. Busca un kleenex y presiona con fuerza hasta que ya no sale sangre. Se viste con sus mejores prendas – un pantalón negro de tela, una camisa blanca de cuello suelto y unos zapatos nuevos de piel. Cuando ha terminado oye a Linda que sale del cuarto del baño. Entra al dormitorio completamente arreglada. Es una chica llamativa. Siempre ha sabido cómo ponerse guapa, piensa Matt.

- ¿Ya estás listo?

Justo entonces llaman a la puerta. Linda va a abrir. Matt oye las voces de Sam y Debbie saludando a Linda. Debbie es compañera de Linda en la cafetería. Sam, su marido, trabaja en el aserradero. Es la primera vez que vienen a casa. Linda había insistido las últimas semanas en que tenían que venir a cenar un día de estos. Matt hubiese preferido quedar en otro lugar, o no quedar en absoluto. No les conocía, y por lo que sabía tampoco se moría por hacerlo. Además no tenía hambre, había estado comiendo cacahuetes hacía un rato viendo la televisión mientras Linda preparaba la cena.

- Tú debes ser Matt. Yo soy Sam.
- Encantado, Linda me ha hablado de ti – Matt le tiende la mano, y Sam casi la estruja con la suya. Sam es realmente un grandullón, y Matt no puede evitar un instantáneo rechazo ante esa camisa de leñador medio abierta que deja al descubierto su pecho poblado. La piel de su rostro y su cuello brilla. Está colorado, parece una de esas personas que siempre lo está. Aunque es cierto que hace un calor de los mil demonios allá afuera.
- Matt, esta es Debbie – Linda la toma del brazo. Debbie le sonríe con cierta timidez, Matt se acerca a besarla y ocurre uno de esos embarazosos titubeos en los que no se sabe qué mejilla elegir. Debbie parece azorada, y Matt trata de decir algo divertido. También Sam y Linda hacen algún comentario jocoso.
- Pasad al salón, ¿queréis algo? Matt, ponles alguna cosa para picar. Dadme unos minutos.

Matt les acompaña por el pasillo y, por alguna extraña razón que no podría explicar, se siente como el guía de una excursión con los pacientes de un sanatorio mental.

* * *

- He de decir que el pavo está delicioso – dice Sam.
- Oh sí, Linda. Realmente delicioso – apostilla Debbie.

Matt no se ha resistido a contemplar a Sam durante la cena. Un tipo curioso, Sam. Bastante simple, eso no puede evitar pensarlo. Y sin embargo, de alguna forma entiende que Debbie esté a su lado. Cree intuir que son una de esas parejas que, si bien no puede decirse que sean felices, sí que es verdad que no sabrían muy bien cómo vivir el uno sin el otro. Él tiene una energía desbordante, habla por los codos y enseguida se toma confianzas. Necesita alguien a quien proteger. Por su parte, Debbie debe de pensar que Sam es lo mejor que ha podido encontrar. Ella es todo lo contrario a Sam, una chica bastante apagada, con un temor a hacerse notar casi enfermizo. Aunque seguramente cuando está a solas con él cambia bastante, piensa Matt.

- Debbie, ¿por qué no le pides a Linda la receta? – le pregunta Sam dándole una palmadita en la espalda.
- Oh... ¿No recuerdas que te la di un día? – dice Linda.
- Ah, sí... No sé dónde la metí, quizás la tenga por ahí... – responde Debbie levantando por un momento los ojos del plato.
- A Linda se le da muy bien cocinar. Sí, eso hay que reconocerlo.
- Qué vas a decir tú... ¿Quién quiere más? ¿Sam?
- ¡Desde luego! Y tú, Debbie, no has comido nada. Toma un poco más.
- Yo también quiero más, Linda. Ponme bastante – dice Matt.

Sam agarra el muslo de pavo que Linda le ha servido y se lo lleva a la boca con avidez. Matt le ve comer, y a lo mejor es que ya se ha acostumbrado a su presencia, pero ya no le desagrada tanto. Él también come con ganas mientras contempla a Sam, aunque ya se empieza a notar algo lleno. Observa sus enormes brazos, sus manos con esos gruesos dedos encallecidos. Su pelo negro rizado brilla. Las venas de su frente se le marcan al masticar. Resopla al ingerir la comida, y los músculos de su pecho se tensan y relajan bajo la piel completamente cubierta de vello. Matt experimenta una cierta atracción por esa figura. Casi se siente ridículo habiéndose puesto tan elegante. Se pregunta qué pensará Sam de él. Entonces una imagen le viene a la mente. Sam arrastrando a Linda del brazo. Tirándola a la cama. Arrancándole la ropa mientras él también se quita su camisa. Echándose encima de Linda aplastándola bajo su cuerpo, frotando con violencia su enorme barriga contra el vientre de ella, abriéndose la bragueta y penetrándola mientras Linda se abraza a él y le araña la espalda inmensa, las poderosas piernas.

- Sam, ¿por qué no ayudamos a las mujeres y traemos juntos el postre? – le pregunta Matt sintiendo cómo su corazón palpita aceleradamente.
- Es la tarta de queso con arándanos que está envuelta abajo en el refrigerador, cariño.
- ¡Qué maravilla! Ni más ni menos que mi postre favorito... – dice Sam arqueando las cejas admirativamente con un rostro de estar saboreándola por anticipado.

Sam se pone en pie. Sí, verdaderamente es un tío descomunal. Seguro que siempre come hasta reventar, ¿qué se debe sentir? Sin saber muy bien por qué, Matt piensa que estaría bien probar a engordar un poco. Claro que no tanto como Sam. O a lo mejor sí, qué diablos. A él también le encanta la tarta de queso con arándanos. Va a servirse un buen trozo, el más grande.

19 de agosto de 2005

Urgencia

Tengo prisa por vivir
No te esperaré nunca
Tiempo
Hacia la luz más pura
A lomos del deseo
No pararé

Lentitud

Mil noches yací en letargo
Oscuro
Mente que busca un camino
Fuga del ser, sentir
Equivocado
Pero no fue mi culpa

18 de agosto de 2005

Gogó en purpurina

Todavía me acuerdo de aquellas noches sin fin. Una sola imagen: tú cubierto de purpurina bailando sobre la plataforma. Tú el centro. Tú mi huida.

Llegaba contigo a medianoche, y en un mísero cuarto trastero te desnudabas y yo extendía la purpurina sobre tu pecho, tus brazos, tus piernas. Tus ropas de calle eran comunes, no hubieses llamado la atención. Tus compañeros de universidad no podían imaginar todo aquello. Tampoco tu cuerpo era espectacular. Simplemente era hermoso, esculpido en formas suaves y armónicas, nada habitual en un gogó de discoteca. Quizás te contrataron justamente por eso, aunque yo creo que fue por lo guapo que eras. También tu rostro escapaba de lo llamativo, había que fijarse dos veces para caer hipnotizado por tus ojos, tus labios hechos para el beso más tierno. Y era en ese cuarto donde te transformabas bajo mi cuidado. Yo te alcanzaba el slip y las botas de cuero, yo te pintaba el rimel y extendía una tenue sombra violeta sobre tus párpados. Tú nunca hablabas, yo tampoco. Bastaba nuestra respiración, aquellos pequeños ruidos de objetos, para comunicarnos. Afuera la música resonaba ensordecedora, anticipando el delirio que sucedería a esos minutos, mi amor, en que me sentía tan cerca de ti.

Al principio nunca había demasiada gente, y yo podía permanecer un rato en la barra despreocupado, perdido en pensamientos que, de todos modos, siempre acababan en ti. Entonces me volvía a verte y seguía tu lento despliegue, tu tímido avance sobre la plataforma. Me decías que siempre te costaba comenzar, andar el camino que te llevaba al personaje de seducción que debías construir. Pero poco a poco lo conseguías, ya lo creo...

De pronto, sin darme cuenta la discoteca se llenaba, y aquellos chicos ávidos de emociones fugaces empezaban a bailar en la marea. Yo ya no podía dejar de mirarte, y con cada sacudida de tu pecho, cada vuelo de tus caderas, el corazón se me encogía hasta ahogarme. El volumen brutal de los altavoces tejía el silencio en el que mi angustia palpitaba sin cesar. Todos esos ojos fijados en ti, esa sed de deseo colmada por tu cuerpo, lo hermoso erigido en devoción, tú en un pedestal. Y era al bajarte de él para descansar cuando yo me arrojaba a ese mar de sombras y remaba con furia hacia ti antes de que cualquier idiota quisiera hablarte. Cuando no era así y tenía que aguardar con tu eterno KAS limón en mi mano, los peores instintos se desataban en mí, y tus miradas tranquilizadoras no mitigaban mis ganas de partirle la cara al creído que ya se apresuraba en darte su móvil que tú no rechazabas. Luego venías a mí, me dabas un beso y yo olvidaba todo, me pegaba a ti y absorbía esa mezcla de sudor, humo y lujuria que impregnaba tu piel hasta hacerme enloquecer.

Así pasaban las horas, las noches de fin de semana en que te convertías en gogó. El resto del tiempo eras el mismo muchacho apocado que había conocido al salir de aquel cine unos meses atrás. Pero un amanecer de domingo, durante uno de nuestros dulces paseos por la ciudad, me dijiste que habías conocido a un chico, que uno de esos números de móvil no lo habías borrado y que tras él habías descubierto a alguien muy especial. Yo te llevaba 10 años, era algo entre el morbo y la admiración lo que te había seducido de mí y, aunque al principio pensaba que no duraría, tu entrega me había hecho fantasear con la idea de que eras el chico de mi vida. En aquel parque de camino a casa, apenas dijiste aquello te pegué un puñetazo que te tiró al suelo. Me eché sobre ti y seguí pegándote donde podía, sin fijarme. Entonces vi un trocito de cristal, los primeros rayos de sol se filtraban en el aire y un reflejo lo había destacado del lecho de hojas secas en el que nos batíamos. No lo pensé, mi amor, y en un descuido tuyo lo cogí y hundí su filo en tu mejilla, seguro de que la cicatriz te alejaría para siempre del pedestal, de la purpurina.

16 de agosto de 2005

De piel

Aún en mí
el eco de dolor
palpitando en mi pecho.

Recuerdo cada golpe,
mi piel cuna de tu amor.

12 de agosto de 2005

Algo así

Algo así debería ser la muerte, este sueño que por instantes adormece la conciencia. Un zumbido melódico que entorpece, palabras asilábicas resonando lejos, muy lejos. Algo así debería ser... yo pensando en ti, revisitándote sin nostalgia, más bien con esperanza. Algo como este placer lento, etéreo, que se evapora en volutas de deseo. Algo que no se deja coger con la mano sino con la boca, en un grito desaforado, único, final. La muerte debería ser tú y yo, uno solo.

10 de agosto de 2005

Imposible pensar en otra cosa, alejarme de lo que se agolpa en el alma. Hora a hora ser, obstinadamente, eco, resonancia de palabras, miradas, besos. En la tristeza de la noche, en el miedo de la mañana, en la extrañeza de un mediodía de agosto donde el calor me deja frío. Y es que cada vez todo es más pequeño, tan diminuto como un tacto de paladar, una uña que se clava en la piel. Querría gritar.

21 de julio de 2005

Historia en un metro

El metro andaría entre dos estaciones. No era hora punta pero de todas formas el vagón iba bastante lleno. Un poco como pasa en todos los metros, los pasajeros nos dividíamos entre quienes espiábamos a los demás y quienes leían un libro o un periódico. Había una señora con macetas, un ama de casa con tres o cuatro bolsas del Alcampo, algún niño pataleando, una secretaria acalorada, un señor ciego, un punkie amenazante para asustada delicia de la señora hortícola... Yo llevaba unos minutos intercambiando miradas furtivas con un muchacho trajeado pero de esos que uno adivina bohemios fuera de las convenciones del mundo laboral. En un instante determinado el tren frenó casi en seco. Aparte de las primeras protestas, esos comentarios en voz alta tan españoles con la intención de que quien tenga que oírlos los oiga pero nunca de cara, no hubo más alboroto que el de rigor. Al principio escuchamos un par de mensajes contradictorios del conductor. Luego, el silencio.

No sé cuando le sonreí por primera vez, el caso es que antes de que me diera cuenta, él –“Hola, me llamo Carlos”, había dicho al llegar a mí– se plantó a mi lado. No nos dimos dos besos, tuvimos vergüenza. La gente comenzaba a inquietarse, a hablar entre sí derribando el eterno muro invisible. Ya el ama de casa le había ofrecido agua al señor ciego. El punkie había optado por subir aún más el volumen de la música de sus auriculares y sentarse en el suelo, gesto que la señora de las macetas había desaprobado con visible goce de la secretaria, que ya nos había echado el ojo a Carlos y a mí. Carlos resultó ser administrador de sistemas, y los sistemas no sé, pero lo que son las sonrisas las administraba de maravilla. Sin pensarlo le besé. Ya para ese momento un señor mayor había gritado “Sáquenme de aquí” y a la señora estaba a punto de darle un desmayo, lo que de nuevo propició los cuidados del ama de casa, esta vez abriendo un tetrabrik de zumo de naranja. Tras una oleada de protestas renovadas, de nuevo volvimos poco a poco a ese murmullo de confidencias, de vidas que empezaban a desplegarse de asiento a asiento. A Carlos y a mí no nos miraba casi nadie, sólo el punkie nos dirigió un insulto acallado inesperadamente por la señora que, a estas alturas, había decorado con sus macetas su región del vagón, lo que unido a una especie de farol para jardín que el ama de casa habría comprado orgullosa por cuatro duros, le daba a aquello un aire incluso habitable, tanto que muchos de nosotros empezábamos a acostumbrarnos verdaderamente a ese espacio, esas personas que ya mirábamos sin ningún pudor.

En el extremo opuesto del vagón, un ejecutivo agresivo la emprendió a patadas contra el cristal de una puerta. Carlos –que a estas alturas se había desembarazado de la corbata y la chaqueta– se abrazó a mí (creo que entonces me di cuenta que cuando aquello acabara seguiríamos viéndonos, es eso que uno siente tan parecido al amor, ese sentimiento que lo anticipa, lo imita, todavía no lo es pero lo será). El caso es que dadas las proporciones del ejecutivo, de nada sirvió su esfuerzo. Una voz bienintencionada, de las que al final suelen conducir a las mayores catástrofes, había sugerido sacar a un niño y que se dirigiera a pedir ayuda, pero la madres se negaron en redondo, los metros en dirección contraria seguían pasando con normalidad y era demasiado peligroso.

Ya nadie miraba sus relojes. Contar el tiempo, pensar en lo de fuera, iba perdiendo el sentido conforme pasaban las horas. Así que era lógico que de pronto Carlos me llamase la atención sobre otras dos parejas que no lo eran antes de que el tren se parase, una de nuestra edad más o menos cuyo miembro masculino ya había sido objeto de nuestras alabanzas y otra compuesta por el ama de casa –de ella lo veíamos venir– y el ejecutivo agresivo, que había huido de su grupo tras su fallido intento y había encontrado consuelo en un kit-kat de esa compra menguante del Alcampo. Quizás fue no sabernos los únicos lo que hizo que Carlos me guiñara un ojo, atrajera mi mano sobre su pantalón y yo empezase a acariciarle, primero dulcemente y luego bajándole su cremallera y recibiendo su esperma en mis manos sin poder evitar que parte fuera a caer a los pies de la secretaria escasamente cubiertos por unas sandalias. Su gesto de ponerse en cuclillas, tomar la gota en su índice y llevárselo a sus labios fue quizás la chispa que encendió los ánimos del ejecutivo y la madre de familia, que allí mismo, apartando con violencia las macetas, fornicaron sobre el suelo del vagón, provocando la masturbación del punkie e incluso del señor ciego, para mayor estupor de la señora hortícola más pendiente de sus macetas que de su dormida libido, la cual bien habría podido calmar con otro madurito interesante que también se había acercado desde el otro extremo si no hubiera sido porque el propósito de éste era flirtear con Carlos y conmigo... Cuando pocos minutos más tarde, el vagón, entre gritos de orgasmo, de rabia o de alboroto según el caso, echó a andar de nuevo, ni Carlos ni yo dudamos de lo que había que hacer. Fue él quien tiró de la palanca de emergencia provocando, primero tímidamente y luego con rotundidad, una ola unánime de aplausos.

7 de julio de 2005

Todo lo que quieras

Bailabas sin camiseta. No llegarías a los 20 años. ¿Qué hacías un lunes a las 5 de la mañana en ese pub? ¿Qué hacía yo? Supongo que un simple acto de rebeldía, de locura deliberada. A ratos te besabas con un muchacho de tu edad, y él deslizaba sus manos sobre tu espalda. Cuando te daba por ahí te subías a una plataforma, te bajabas los pantalones hasta dejar tus boxers casi completamente al descubierto y te ponías a bailar. Te movías seguro de tu poder de fascinación, agitando tu cuerpo escurridizo, y yo no podía dejar de fijarme en tu cintura, tu vientre... Pensé en tu certeza de que con ese cuerpo –y ese rostro– podías conseguir lo que te propusieras. Claro está que hablo de lo que te propusieras en un pub de madrugada: por ejemplo, seducir a los que no te pueden poseer o embaucar por un rato a algún ingenuo que crea que podrá retenerte. Fuera, tu encanto desaparecería con la primera conversación, pero en un pub de madrugada no hay nada que un chico guapo, joven y descarado como tú no pueda lograr. Muchos allí babeaban por ti. Yo llevaba un rato mirándote, acababas de dejarte manosear por un maduro entrado en carnes, y entonces clavaste tus ojazos en mí. Reconozco que me turbé, me esforcé en sonreírte mientras tú te acercabas contorneándote. Creo que tu belleza convertía en morboso lo que en otro hubiera resultado soez. Cruzaste tus brazos detrás de mi nuca y comenzaste a frotarte contra mí. Yo te agarré de las caderas y me dejé llevar. Cerré los ojos, imaginé que la gente nos hacía corro y que tú y yo concentrábamos todas las miradas. Sin darte otra opción te besé en el cuello, los hombros, mordisqueé tus labios, tus pezones allí mismo. Luego te alejaste con esa sonrisa con la que puedes conseguir todo lo que quieras, aunque siempre todo quede en eso: un momento igual a sí mismo que nunca permanece.

4 de julio de 2005

Después de

No nos resistimos. Luego supimos que no éramos sólo tú y yo los que pensamos en vagar por las calles una vez la fiesta hubo acabado. Muchos otros persistían en las aceras, las plazas, los bancos, en torno tal vez a unas cuantas botellas compradas en un chino. La música salía de los bares en un último grito de resistencia. No al lunes, no a una nueva semana, no a permitir que los relojes y los calendarios controlen nuestras vidas. Sí al hedonismo, al placer decadente y por ello más auténtico.

Delirio, no podía llamarse de otra forma el garito donde tú y yo dirigimos nuestros pasos queriendo burlar definitivamente el presente. Y sí, allí todo era la sustitución de otra cosa que debería estar sucediendo en el lado del orden, lo previsto, lo lógico. Porque nada menos lógico que tú y yo bailando en un sótano, tan cerca y tan lejos del amanecer, bebiendo tres copas por el precio de dos, dando un repaso frívolo a los muchachos que poblaban ese microcosmos, sobrados -lo sabemos tan bien- de lucidez, de inteligencia, de buen humor.

Lo más extraño eran aquellos lapsos en que el tiempo corría de forma diferente, cabalgaba a otra velocidad sobre nuestras palabras, nuestras risas (me encanta cuando ríes)... En esos instantes mi mente se desligaba de ese tiempo loco, ese sitio inverosímil, y volaba hacia otro lugar, otro momento donde acaso un orden nuevo fuera posible, lo cotidiano menos vulgar, la fantasía, my dear, realidad.

1 de julio de 2005

Epílogo

Lo sabíamos, pero queríamos olvidarlo. Acaso una duda, resuelta al primer impulso, una mirada, una risa... Pero lo sabíamos. No, no duraría. Porque no me ves, no te viste en el reflejo ni me viste a mí. Y si no me miras, dime cómo vas a enamorarte. De qué, de quién. Si no me miraste, no quisiste saber de mi belleza, mi luz, mis sombras. Tus ojos transparentes no se quedan con ninguna imagen, no buscan certezas. Todo los traspasa y nada queda. Sabíamos que no duraría, y sin embargo me asomé contigo al cielo y te besé, y luego la ventana reflejó nuestros cuerpos, y sólo yo vi que aquel dibujo era bello, que tu cuerpo y mi cuerpo podían componer las formas que quisiésemos. Todo estaba por inventar. Pero aplastaste con monotonía y vulgaridad aquel sueño, nuestra fantasía de amor. Ahora toca volver a olvidar, y cada vez es más difícil.

20 de junio de 2005

Noche de sábado

En el apartado café, las risas pronto habían vencido la tensión del comienzo, y tu mirada ya se había detenido en mí acaso más de lo que tu timidez habría permitido. Cuando me preguntaste la hora, no pudimos creer aquella insensata combinación de agujas. Entonces lo supe, lo supimos. Una brisa fresca penetraba la noche, no teníamos ganas de detener nuestro paseo entre fachadas iluminadas y esquinas solitarias. Me acompañaste un buen rato hasta que hubo que decidir. Aún estábamos más cerca de tu casa que de la mía, y sólo parecía natural que ahora te acompañase yo, que en tu portal alguien dijera algo, alguien riese, que al punto me encontrase entrando tras de ti, bajando los ojos en el ascensor, sentándome en el sofá. Luego tomaste mi mano y me llevaste por las estrechas escaleras hasta el piso de arriba, tu habitación abuhardillada, con tus papeles y tus libros esparcidos sobre la moqueta, tu pequeña vida. Arrojaste las zapatillas con indolencia, te pusiste de pie sobre la cama y te asomaste al cielo de Madrid, a los tejados, a las cúpulas de iglesias y las ventanas que a esas horas todavía dejaban escapar la luz de una lámpara, las risas de unos amantes. Cómo evitar que me asomara contigo y, perdido en el brillo de tus ojos, tu boca abierta invitando a mis labios, te besara, te rodeara con mis brazos, te dijera lo que alguno de los dos tenía que decir bajo ese cielo, en el vértigo de los tejados, y tú sonrieras y tirases de mí hacia abajo, me tumbaras sobre el colchón y desabrochases mi camisa.

Tus formas, el equilibrio de tu cuerpo me excitaba con cada abrazo, cada beso, cada ascenso a la cima, y fue en un momento que quedé boca arriba cuando sorprendí nuestro reflejo en el cristal, recortado contra el cielo nocturno. Tú nunca habías descubierto las posibilidades de esa ventana semiabierta, y te quedaste absorto... cómo me divirtió ese poder del morbo sobre tu inocencia, ese rapto en tu mirada, tu laxitud propicia para mis renovados avances sobre tu anatomía. Más tarde nos quedamos abrazados, nuestra piel en sudor recibiendo los empujes de la brisa que tan a menudo en Madrid refresca la madrugadas de verano.

Partí al amanecer, cuando el cielo viraba al violeta y la ciudad despertaba. Alguno de tus lamentos casi logró retenerme, pero tal vez no era lo mejor, así que preferí esos besos zalameros a una prolongación de algo que por esa noche había dado de sí mucho más de lo que había imaginado y, cuando salí de tu portal y contemplé a los primeros tenderos que empezaban a preparar sus puestos del rastro, el camión de limpieza avanzando pesadamente al bañar las aceras, los semáforos cambiando de color ajenos al vacío, al silencio de las avenidas desiertas, supe que no me había equivocado, que tenía ganas de verte pronto, cariño. Muy pronto.

13 de junio de 2005

Dejándose llevar

Laura se despereza en el umbral del dormitorio. Descalza, subiéndose un tirante del camisón, siente cómo la indolencia matinal esponja la realidad y la convierte en algo lejano, inofensivo. David aún duerme, y ella se vuelve para observarle. Está despeinado, la chaqueta arrugada del pijama deja su ombligo al descubierto. Algo se despierta en Laura, sin tampoco saber muy bien el qué.

Ante el espejo del baño, mientras extiende la crema hidratante sobre sus pómulos, recuerda que pronto llegará Jennifer y, como primera actividad mental del día, empieza a repasar algunos detalles de la noche anterior. Miedo le da entrar en la cocina. La cena de inauguración de la casa fue un completo éxito, pero el estropicio provocado casi le escandaliza al contemplarlo. Antes de que la tostadora libere las rebanadas suena el timbre. "Permiso", murmura la asistenta al pasar al lado de Laura. Deslizando lentamente el cuchillo cargado de mermelada sobre las tostadas, la visualiza en el cuarto de servicio descalzándose, quitándose el vestido para ponerse el delantal, recogiendo su cabellera en una coleta.

El chirrido de la cafetera ahoga el golpe de nudillos de Jennifer en la puerta, sus pasos ligeros arrastrando el carrito de limpieza. Laura da mordiscos a una tostada apoyada en la encimera, al tiempo que observa a Jennifer agachada con la cabeza casi dentro del horno, frotando enérgicamente su interior. Menos mal que no es ella quien tiene que limpiar todo aquello, piensa fijando su mirada en las pantorrillas de la asistenta agitándose en el esfuerzo, su piel oscura cubriéndose de sudor. Al acabar su café, deja la taza como puede en la fregadera atestada de vajilla, pero con tanta displicencia que inevitablemente cae y se despedaza contra el suelo de mármol. "¿Señora?...", pregunta al instante Jennifer, y echa a caminar a gatas hacia los fragmentos. Al tratar de ponerse en cuclillas para ayudarla, Laura se desequilibra y tiene que agarrarse a los hombros de Jennifer. Le entra la risa tonta, y la muchacha pronto se contagia de esa alegría doméstica al punto de no alarmarse cuando Laura deja resbalar sus dedos sobre su nuca, la raíz de sus cabellos. Sólo la estampa de David en la puerta corta en seco las risas y los juegos.

27 de mayo de 2005

Lucidez

¿HAY QUE TRABAJAR MÁS? (Ramón Jáuregui, portavoz del PSOE en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados)

EL PAÍS - Opinión - 27-05-2005

En su reciente visita a la cúpula empresarial, el presidente del Gobierno tranquilizó a la CEOE: "No habrá semana de 35 horas, en España hay que trabajar más". Ignoro si el presidente se expresó así en una reunión privada, pero ése fue el titular de un periódico que me impulsó a escribir sobre un tema que me parece vital, y nunca mejor dicho, porque hablamos del tiempo de vivir.

Ha sido una constante de la historia que los avances tecnológicos producían una reducción progresiva de la jornada laboral. Cuando, a finales del siglo XVIII, apareció la máquina de vapor, que había desarrollado el ingeniero escocés James Watt, la jornada laboral bajó hasta las 80 horas semanales, unas 3.500 horas anuales, cerca de un 70% del tiempo total de una vida. Dos siglos después, a comienzos de los noventa del siglo XX, las horas anuales trabajadas se situaban entre las 1.600 y las 1.800 en Europa.

Pero no han sido sólo los avances tecnológicos los que han determinado esta reducción. La reivindicación sindical para reducir la jornada laboral y liberar así más tiempo para el descanso, la familia, el ocio, la cultura, la formación, es decir, para la vida, está en el corazón mismo de la lucha del movimiento obrero desde finales del siglo XIX. La vieja reivindicación obrera de una jornada laboral de ocho horas, para tener otras ocho de descanso y otras ocho de vida, se convirtió en una bandera social internacional a raíz de la represión policial de Chicago que conmemoramos todavía en la fiesta del Primero de Mayo.

De manera que la máquina de vapor, el motor eléctrico, el fordismo como técnica de producción, y otros muchísimos avances técnicos que a lo largo de estos dos últimos siglos hemos ido incorporando a nuestro acervo tecnológico, han permitido atender y hacer viable la demanda socio-laboral de una progresiva reducción de la jornada y de la vida laboral en general, hasta llegar a una cifra aproximada del 30% de trabajo a lo largo de la vida en la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX.

Desde hace algo más de diez años, está teniendo lugar un importantísimo debate sobre la jornada laboral. La crisis económica del 93-94 produjo una destrucción enorme de empleo (en España, por ejemplo, 1,5 millones de empleos desaparecidos en menos de dos años) y un notable incremento del paro (superando el 10% en Europa y el 20% en España). En ese contexto, la reducción de la jornada fue vista como una fórmula de reducir el paro. Bajo el influjo de aquel viejo y bello eslogan "Trabajar menos para trabajar todos", muchos creímos que en la reducción general de la jornada se escondía una pócima maravillosa contra el paro. En aquellos años, siendo consejero de Trabajo del Gobierno vasco, puse en marcha un decreto con ocho medidas de esta naturaleza, cuyos resultados, debo reconocer, no fueron extraordinarios.

Pero esta filosofía la aplicó legal y masivamente Francia a los pocos años, cuando madame Aubry, ministra socialista del país vecino, puso en marcha la Ley de las 35 horas, en cumplimiento de una de las medidas estrella del programa electoral de la izquierda plural (socialistas, comunistas y verdes), que venció en las elecciones francesas de 1998. Los resultados de esta ley son objeto, todavía hoy, de una fuerte controversia. Su aplicación, sólo en las grandes empresas, ha producido una verdadera ingeniería social sobre la organización del trabajo y ha incorporado a las empresas a la cultura laboral de la jornada reducida (35 horas a la semana y 1.600 horas al año). Las cifras de creación de empleo neto son discutibles, porque muchos de los casi 500.000 nuevos empleos que los socialistas franceses atribuyen a la ley son cuestionados por otras fuentes y, en cualquier caso, la aplicación de la ley obligó a fuertes desembolsos públicos para compensar a las empresas. Pero el Gobierno de derechas de Francia anuló la medida, sin atreverse a derogar la ley, por el procedimiento de aumentar, de hecho, la jornada, autorizando las horas extra sin recargo económico.

¿Ha fracasado la experiencia francesa? Desde luego, su desarrollo ha sido literalmente yugulado. Ningún otro país parece decidido a iniciar una experiencia semejante y, por el contrario, la globalización está impulsando la prolongación y el aumento de las jornadas laborales. La reducción de jornada como fórmula de lucha contra el paro ha quedado fuera de juego, incapaz de ofrecer resultados si su implantación se propone aisladamente, en países o zonas concretas y si se hace sin tener en cuenta su repercusión en los costes de competitividad internacional. Dicho de otro modo, los teóricos franceses que han defendido esta fórmula -Guy Aznar, Alain Caillé, Robin, Roger Sue y otros- siempre han exigido que la reducción de jornada debía de ser masiva, generalizada y sin afectar a la competitividad, es decir, con reducciones de salario y fuertes compensaciones económicas al empleo creado. La reducción de jornada compensada sólo, en términos de costes, con los incrementos de productividad no genera empleo.

Pero esta clarificación no explica otra paradoja que estamos sufriendo. Efectivamente, contra el sentido histórico de los avances tecnológicos, la revolución científico-técnica de finales del siglo XX, la combinación de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la biogenética, siendo, como es, la más importante revolución tecnológica de la humanidad y produciendo notables incrementos de productividad, no está reduciendo la jornada laboral, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, sino que, por el contrario, unida a la globalización y a la competencia internacional, está generando un incremento general de la jornada laboral real en todo el mundo.

Armando Gaspar, dirigente de Daimler-Chrysler en España, declaraba recientemente: "La tendencia es volver a 40 o más horas de jornada". Los sindicatos españoles y alemanes negocian más jornada y más flexibilidad laboral, como contrapartida a las deslocalizaciones. The New York Times denunciaba que el sector tecnológico de Silicon Valley se ha convertido, de paraíso, en un infierno laboral. Muchas empresas compensan a sus empleados sus largas jornadas laborales con cafeterías, gimnasios y juegos de ocio en las oficinas, aunque los críticos creen que se trata de un engaño para trabajar más sin cobrar horas extra. No hay que irse tan lejos para comprobarlo. En miles de empresas españolas, auditoras, bancos, pequeñas empresas de servicios de las capitales, se trabajan 10 o 12 horas diarias con toda normalidad y a nadie se le ocurre reclamar su pago. Es más, curiosamente, la tecnología no nos libera, sino que nos esclaviza al trabajo. Más de la mitad de los empleados se quejan de que el teléfono no tiene horarios y que la dependencia laboral se prolonga al domicilio y a los fines de semana, con el ordenador, la agenda electrónica y el móvil como instrumentos o herramientas de trabajo permanente.Nuestra vida laboral empieza a parecerse a la imagen mitológica del dios Cronos / Saturno devorando a sus hijos, que tan acertadamente recogiera el genial Goya de su última época. A tan grave diagnóstico se llega si tenemos en cuenta el otro gran fenómeno social de los últimos años: la incorporación masiva de la mujer al empleo formal. Es decir, al empleo fuera del propio hogar, lo que provoca un desajuste social, cada vez más patente, entre familia y trabajo; entre educación de los niños y trabajo; entre trabajo y vida. Una vida estresante, fuertemente competitiva, invadida por las exigencias del mercado y de la competitividad y en las grandes capitales, agobiada además por trayectos cotidianos de ida y vuelta al trabajo de más de 60 minutos de media.

Una joven madrileña escribía recientemente una carta al director de EL PAÍS, bajo el título La jornada laboral de 35 horas no es rentable, y se quejaba de las condiciones de trabajo y de vida de la gente de su edad (25 a 40 años). "Diez o doce horas de trabajo diario y 50 a 55 semanales: llegar a casa, cenar, ver la tele una horita y a dormir. La mayoría preferiríamos tener más tiempo a tener más dinero".

En conclusión. La reducción de la jornada laboral no es una política de empleo, pero la prolongación de la jornada laboral es un contrasentido histórico y un gravísimo desajuste social. Dicho de otra manera, la expresión "hay que trabajar más" debemos aplicarla a que haya más trabajadores con empleo, es decir, a aumentar nuestra tasa de actividad. Pero, a comienzos del siglo XXI, no deberíamos trabajar más horas, sino menos, porque la productividad aumenta sin cesar y porque las familias y la organización social de nuestra convivencia reclaman más tiempo libre para lo que Ullrich Beck llama el "trabajo cívico". Es decir, la reducción de la jornada laboral como embrión de una reordenación de nuestra vida personal y familiar y de una nueva concepción de nuestra responsabilidad con la comunidad y con la sociedad en la que vivimos.

Nuestra civilización nos ofrece la oportunidad de ahorrar tiempo de trabajo, pero el mercado y su mano de hierro, ese enorme motor de la economía, sin alma y sin ojos, nos impone una jornada laboral mayor y una vida laboral compulsiva y absurda. Los efectos que estamos observando en la actualidad son conocidos: crisis familiar, aceleración en los ritmos de la vida laboral con sus derivadas psíquicas y fisiológicas, disolución de los lazos sociales básicos y vaciamiento social y cultural. Por eso las preguntas surgen con fuerza: ¿cómo avanzamos hacia la reducción del trabajo que nos permite la tecnología? ¿Cómo organizamos el tiempo de esta nueva sociedad?

Es aquí donde volvemos a la política. A la política con mayúsculas. A la política de la utopía. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, a la desigualdad o a la insania del tiempo acelerado y en fuga. Nos están dando los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo que vivimos.