18 de agosto de 2005

Gogó en purpurina

Todavía me acuerdo de aquellas noches sin fin. Una sola imagen: tú cubierto de purpurina bailando sobre la plataforma. Tú el centro. Tú mi huida.

Llegaba contigo a medianoche, y en un mísero cuarto trastero te desnudabas y yo extendía la purpurina sobre tu pecho, tus brazos, tus piernas. Tus ropas de calle eran comunes, no hubieses llamado la atención. Tus compañeros de universidad no podían imaginar todo aquello. Tampoco tu cuerpo era espectacular. Simplemente era hermoso, esculpido en formas suaves y armónicas, nada habitual en un gogó de discoteca. Quizás te contrataron justamente por eso, aunque yo creo que fue por lo guapo que eras. También tu rostro escapaba de lo llamativo, había que fijarse dos veces para caer hipnotizado por tus ojos, tus labios hechos para el beso más tierno. Y era en ese cuarto donde te transformabas bajo mi cuidado. Yo te alcanzaba el slip y las botas de cuero, yo te pintaba el rimel y extendía una tenue sombra violeta sobre tus párpados. Tú nunca hablabas, yo tampoco. Bastaba nuestra respiración, aquellos pequeños ruidos de objetos, para comunicarnos. Afuera la música resonaba ensordecedora, anticipando el delirio que sucedería a esos minutos, mi amor, en que me sentía tan cerca de ti.

Al principio nunca había demasiada gente, y yo podía permanecer un rato en la barra despreocupado, perdido en pensamientos que, de todos modos, siempre acababan en ti. Entonces me volvía a verte y seguía tu lento despliegue, tu tímido avance sobre la plataforma. Me decías que siempre te costaba comenzar, andar el camino que te llevaba al personaje de seducción que debías construir. Pero poco a poco lo conseguías, ya lo creo...

De pronto, sin darme cuenta la discoteca se llenaba, y aquellos chicos ávidos de emociones fugaces empezaban a bailar en la marea. Yo ya no podía dejar de mirarte, y con cada sacudida de tu pecho, cada vuelo de tus caderas, el corazón se me encogía hasta ahogarme. El volumen brutal de los altavoces tejía el silencio en el que mi angustia palpitaba sin cesar. Todos esos ojos fijados en ti, esa sed de deseo colmada por tu cuerpo, lo hermoso erigido en devoción, tú en un pedestal. Y era al bajarte de él para descansar cuando yo me arrojaba a ese mar de sombras y remaba con furia hacia ti antes de que cualquier idiota quisiera hablarte. Cuando no era así y tenía que aguardar con tu eterno KAS limón en mi mano, los peores instintos se desataban en mí, y tus miradas tranquilizadoras no mitigaban mis ganas de partirle la cara al creído que ya se apresuraba en darte su móvil que tú no rechazabas. Luego venías a mí, me dabas un beso y yo olvidaba todo, me pegaba a ti y absorbía esa mezcla de sudor, humo y lujuria que impregnaba tu piel hasta hacerme enloquecer.

Así pasaban las horas, las noches de fin de semana en que te convertías en gogó. El resto del tiempo eras el mismo muchacho apocado que había conocido al salir de aquel cine unos meses atrás. Pero un amanecer de domingo, durante uno de nuestros dulces paseos por la ciudad, me dijiste que habías conocido a un chico, que uno de esos números de móvil no lo habías borrado y que tras él habías descubierto a alguien muy especial. Yo te llevaba 10 años, era algo entre el morbo y la admiración lo que te había seducido de mí y, aunque al principio pensaba que no duraría, tu entrega me había hecho fantasear con la idea de que eras el chico de mi vida. En aquel parque de camino a casa, apenas dijiste aquello te pegué un puñetazo que te tiró al suelo. Me eché sobre ti y seguí pegándote donde podía, sin fijarme. Entonces vi un trocito de cristal, los primeros rayos de sol se filtraban en el aire y un reflejo lo había destacado del lecho de hojas secas en el que nos batíamos. No lo pensé, mi amor, y en un descuido tuyo lo cogí y hundí su filo en tu mejilla, seguro de que la cicatriz te alejaría para siempre del pedestal, de la purpurina.

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