11 de diciembre de 2008

Lo que estaba buscado

Había sido una cena como otra cualquiera. Isabel fregaba la vajilla. De vez en cuando su mirada se asomaba al exterior a través de la ventana de la cocina. Los tejados de enfrente brillaban con los destellos de la tormenta. A sus espaldas, Rafa descansaba en el sofá. Solía llegar a casa tarde, sólo a tiempo para cenar y luego tumbarse un rato antes de dormir. En el suelo reposaba una botella de cerveza al alcance de su mano. El televisor emitía un murmullo al que ninguno de los dos prestaba atención. La monotonía de enjuagar los platos, cacerolas y cubiertos, frotar con el estropajo empapado de jabón su superficie para luego aclararlos y colocarlos en la rejilla, quizás ayudaba a Isabel a abstraerse en ensoñaciones, retazos de pensamientos que pronto se disolvían arrastrados por otros nuevos.

Cuando acabó de fregar, Isabel se demoró un poco más ordenando la cocina. Por alguna razón necesitaba mantenerse ocupada, ir de acá para allá cambiando de lugar objetos sin importancia, de forma que el abrelatas que siempre había colgado de un gancho decidió dejarlo encima del frigorífico, o de repente el guante para horno que guardaba en el armario de las servilletas y los manteles fue a parar al gancho que había dejado vacío el abrelatas. En este pequeño ejercicio doméstico se entretenía Isabel. Mientras, la tormenta arreciaba tras los cristales.

No tenía sueño. Sin muchas ganas de nada, salió al fin de la cocina con la intención de llevarse a Rafa a la cama. Entonces algo le perturbó. Al principió creyó que era el resplandor del televisor sobre la estancia. Últimamente le desasosegaba bastante. Espectral, se decía ella sin saber muy bien por qué. Fue tras unos segundos cuando se dio cuenta que tenía que ver con el mural del salón. En sus estanterías reposaban portarretratos, regalos y recuerdos en una especie de instantánea desordenada y azarosa de todo su pasado. Con Rafa y antes de Rafa, porque ya había pasado por un matrimonio antes de conocerle. El caso es que podía jurar que algo había cambiado, algún objeto faltaba o no estaba en su sitio. Rafa tenía los ojos cerrados, quién sabe si ya se habría dormido.

- ¿Rafa? –no respondía, Isabel se arrodilló junto a él y le sacudió un brazo–. Rafa, ¿estás despierto?

Pasaron unos segundos, Rafa abrió la boca chasqueando sus labios. A Isabel le llegó el aliento de la comida que ella misma había preparado. Tuvo una sensación extraña, pero tampoco supo qué pensar.

- Rafa, ¿quieres hacer el favor de despertar?

Al fin Rafa reaccionó y abrió sus brazos para que Isabel pasara su cabeza entre ellos como tantas otras veces. Así lo hizo ella, aunque su posición era un tanto incómoda. Rafa siempre desprendía calor. Lo sintió de nuevo, ese tufo a la cena digiriéndose en el estómago de Rafa. La ensalada, el pollo, el flan de huevo descomponiéndose allí dentro.

- Rafa, cariño... Vamos a la cama, ¿quieres?

Rafa no respondió, tan sólo la acercó más contra sí. Isabel intentó relajarse, pensar en cualquier cosa. Volvió a preguntarse qué faltaba. Algo tenía que ser, no lo dudaba. Isabel volvió su cabeza hacia las estanterías. Apenas lograba ver nada, y sin embargo creyó estar más segura de que había algo distinto. Rafa no decía nada. Isabel trató de encontrar en vano su mirada. Él la abrazó más fuerte.

- ¿Rafa?

Isabel se soltó haciendo presión con sus brazos sobre el cuerpo de Rafa como si se levantara de una roca. Fue entonces cuando volcó con sus pies la botella de cerveza sobre la alfombra. Rafa se incorporó y contempló durante unos segundos el charco espumoso como si no supiera de dónde había salido. Luego miró a Isabel de pie junto a la alfombra con sus ojos clavados en el suelo, no apartándolos hasta que la última de las burbujas se hubo desvanecido.

(Este es el último relato que posteo de esos que escribí hace años, a partir de hoy vuelvo a lo actual)

9 de diciembre de 2008

Nos hace falta

Matt solía acostarse pronto. Cada día tenía que levantarse a las seis de la mañana. Trabajaba en una fábrica a 20 kilómetros de la ciudad. Él mismo pensaba que su trabajo no era gran cosa, pero la verdad era que no le desagradaba del todo. Incluso habría confesado que ese trayecto por la desierta carretera local al amanecer le proporcionaba un placer difícilmente explicable. Sin embargo su mujer, Linda, no dejaba de decirle que cambiase de empleo. Llevaban dos años casados, y desde entonces él trabajaba en la fábrica y ella era camarera en una cafetería. Les quedaba muy poco tiempo para verse. Linda solía tener turno de tarde-noche. Raramente coincidía su día de fiesta semanal, de forma que entre unas cosas y otras tan sólo estaban juntos cuando Linda llegaba de la cafetería casi de madrugada. Matt le hacía un hueco en la cama medio dormido, ella se acurrucaba contra él y le hablaba un rato hasta que Matt ya no respondía. A veces hacían el amor.

Aquella noche se había quedado viendo la tele, no tenía nada de sueño. No le importaba mucho lo que ponían, de hecho estaba viendo uno de esos canales de televenta. Simplemente necesitaba un ruido monótono de fondo, un pequeño foco de atención mientras su mente se desviaba de unas cosas a otras sin detenerse en ninguna en concreto. De vez en cuando hacía un viaje hasta el frigorífico para buscar una lata de cerveza y algo para picar, quizás sobras del día anterior o alguna tostada con mantequilla de cacahuete. Desde la cocina se veía a través de la puerta de atrás de la casa una pequeña colina, y a ratos salía al patio trasero y dejaba que el viento azotase su piel mientras escuchaba el murmullo de las hojas de los árboles sobre la colina. Pensaba en Linda, si ya era hora de tener o no un niño con ella, qué iba a hacer con su vida. Le daba pereza buscar otro trabajo, cambiar sus hábitos. “Ojalá no hubiese que tomar decisiones”, pensaba. Y sin embargo le daba la impresión que tenía que hacer algo.

Cuando empezó a sentir un poco de frío volvió de nuevo al dormitorio. Allí, en cambio, casi hacía calor. Se quitó la camiseta y se recostó en la cama apoyando su espalda en la cabecera, y aunque estaba algo cansado se desabotonó el pantalón del pijama y comenzó a masturbarse. La presentadora del programa estaba anunciando una licuadora. No cesaba de meter un tanto histéricamente todo tipo de frutas y hortalizas en el aparato. Pidió un primer plano del zumo extraído para que los espectadores pudiesen contemplar de cerca la ausencia de grumos, pero Matt ya se había deslizado hacia delante cerrando los ojos. Eyaculó sobre las sábanas. Permaneció unos minutos así, tumbado sobre la cama con la mente en blanco. No tenía de ganas de moverse, tan sólo la voz de la presentadora resonaba en su cabeza repitiendo las mismas palabras. Luego miró alrededor, y pensó que tendría que hacer algo antes que Linda llegase. Finalmente, terminó levantándose y se encaminó hacia el cuarto de baño.

Al entrar atisbó su rostro en el espejo. Se detuvo entonces y miró su imagen reflejada. Sin saber muy bien por qué, se quedó un buen rato contemplándose como si de un extraño se tratase. Se veía guapo, un chico atractivo en cualquier caso. Deslizó detenidamente las yemas de sus dedos sobre los contornos de su armónico torso. “No cómo esos tíos demasiado musculosos de los anuncios de aparatos de gimnasia”, pensó. Linda siempre le decía que se había sentido atraída por él nada más verle. Matt sin embargo no recordaba haber pensado lo mismo de ella, ni tampoco lo contrario. Y eso que sus amigos le decían que era una chica guapísima. A él simplemente le había parecido muy simpática, y fue más tarde cuando le había acabado gustando. Se lavó las manos con cierta meticulosidad. Luego se dio una larga ducha. El agua abundante corría sobre su cuerpo, y el sonido llenaba sus oídos disolviendo toda traza de pensamiento. Al acabar se envolvió por completo en una toalla y volvió a mirarse en el espejo mientras secaba con cuidado su piel. Salió desnudo del cuarto de baño provisto de un trozo bien largo de papel higiénico y una esponja. El televisor seguía encendido arrojando un resplandor azulado sobre el dormitorio. Matt se arrodilló y trató de quitar lo mejor que pudo las manchas, pero se dio cuenta que era preferible cambiar las sábanas. Una vez hubo dejado la cama hecha se echó una bata encima y fue a dejar el pijama y las sábanas viejas en el cesto de la ropa sucia. Luego se dirigió a la cocina de nuevo y se sirvió una lata de cerveza. Sentado en una banqueta fumó un cigarrillo mientras se la bebía. Volvió a salir al patio, y contempló el fulgor de la luna que recortaba las copas de los árboles meciéndose en el cielo nocturno. La hierba que cubría la colina también vibraba agitada cada vez más por el viento frío. Matt siguió con su mirada el vuelo de una hoja recién desprendida hasta que se perdió en la lejanía. Sólo las estrellas brillaban estáticas. ¿Había algo equivocado en su vida? A veces creía intuirlo. Trató de preguntarse nuevamente el qué, y así permaneció hasta que oyó a Linda abriendo la puerta principal. Matt encendió otro cigarrillo y empezó a fumarlo con lentitud. Al poco, ella se acercó por detrás y le abrazó la cintura desnuda.

- ¿Qué haces levantado tan tarde, cariño? – le preguntó Linda.

Él no contestó. Su mente se sumergió en el silencio ligeramente perturbado por el lejano ruido de los coches deslizándose a toda velocidad sobre la autopista y el creciente rumor de la fronda. Ella apoyó su cabeza contra la nuca de Matt.

- Estoy tan cansada... ¿Te vienes conmigo a la cama?
- ¿Sabes? He visto en la tele una licuadora que podría venirnos bien... Sólo cuesta 40 dólares, ¿por qué no llamamos?
- ¿Crees que merece la pena?
- Nos hace falta. Creo que voy a llamar por teléfono ahora mismo.

Matt arrojó el cigarrillo a la oscuridad exhalando la última bocanada. Cerró los ojos, se volvió deshaciendo el abrazo y besó a Linda en la frente antes de cruzar el umbral. Atravesó la cocina, y mientras caminaba hacia el dormitorio imaginó todos los zumos exóticos que podrían preparar en casa a partir de ahora.

8 de diciembre de 2008

Tú y todos vosotros

(Tengo algunos relatos escritos de hace años, y me he decidido a darles salida en este blog. Este es el primero, y uno de los más antiguos)

Allí estaban. Él la había tomado un instante por la cintura, y ella le había mostrado apenas su mejilla. Un beso. Fugaz, casi inexistente. Sin embargo, el tacto de los labios resbalando sobre la humedad permanecería. Desde la perspectiva que me ofrecía la ventana de mi dormitorio, un pequeño ajuste en el enfoque y una breve exposición de la película a la exigua luz de la mañana habían obrado el milagro.

Una bofetada. El viento de infinitas agujas de hielo que se clavan en cada uno de los poros. Siempre la misma escena. La vieja vagabunda duerme a la puerta de la panadería. Dejan la puerta abierta para que, durante unas horas, el calor de los hornos la cobije. Hasta que sea de día y descubra sobresaltada que yo la apunto con el objetivo.

Gritos, risas, y algún que otro lamento. Madres y padres arrastran a sus hijos a la entrada del colegio. Desfile de gorros, guantes y bufandas de todos los colores. El arcoíris contra la niebla. Una niña entra rezagada, sola. No lleva gorro, ni guantes, ni bufanda. Tan sólo un fino abrigo de perla. Pero parece no tener frío. Su melena ámbar aletea orgullosa. La sigo, echo a correr tras ella y finjo retratar el corredor por el que se aleja de mí. Se vuelve, y sus ojos de coral bañado por la primera luz del amanecer delatan su conciencia de ser la protagonista.

El mismo banco. Las palomas revolotean alrededor. Yo también espero a que él aparezca. Siempre aseado, con unas gotitas encima de colonia, ni una arruga en su camisa. Saludando con brevedad a las personas que se cruzan en su camino. Desplegando imperceptiblemente su mano derecha, con la izquierda en el bolsillo ahuecada sobre la bolsa de granos de maíz. Pero hoy no vendrá, un remolino de hojas secas denuncia su ausencia. Fotografiaré mi débil sombra proyectada sobre el círculo.

El sol, un borrón mate que se congela lentamente. El cielo es una enorme ala blanca desplegada sobre la ciudad. El sol es un agujero en el ala. El ala se agita, mece la ciudad en el sueño invernal. Ingrávidas plumas empiezan a desprenderse sin dolor salpicando el asfalto. Una pandilla de chicos y chicas se tiran bolas de nieve entre gritos y carcajadas. Retrato su alegría, les envidio.

Los hombres vociferan por encima del elevado volumen del televisor, compartiendo ese codo apoyado en la barra y el cenicero rebosado de cigarrillos apurados. Cada cigarrillo un sensible giro de las agujas del reloj. Cada palabra una protesta contra esa obligación de estar allí, de hacer algo que justifique la respiración, ese roer del estómago a mediodía. Sí, yo no era del barrio, nunca había estado en ese bar. “Bueno, me dedico a hacer fotos”. Explicación inútil, aunque válida como tantas otras. Se empeñan en que les saque una a ellos, y yo en realidad lo estaba deseando, aunque sólo fuera por contemplar cómo posan sonrientes, con el vaso en la mano o llevándoselo a los labios mientras gritan abrazados por los hombros.

Sus tacones clavan los segundos con precisión, ahogando mis desacompasados pasos que tratan de imitar los suyos. Se detiene, extrae de su pequeño bolso un estuche de pintalabios provisto de un pequeño espejo y perfila un contorno que había intuido difuminado. Todos sus movimientos impregnados de una perfección natural, como sus rasgos afilados. Se dirigía sin duda a la boca del metro.

Viajabas sentada en el regazo de tu madre. El sueño te ganaba lentamente y te obligaba a inclinar tu cabeza sobre su pecho. Ella arrastraba los zapatos sobre el suelo. Yo os miraba, y me dio por imaginar la sonrisa de tu madre al verte por primera vez. No encontraba adjetivos para esa sonrisa, o no me apetecía encontrarlos, simplemente deseaba que ese recuerdo robado permaneciese en mi memoria para siempre. Podía sacar mi cámara de nuevo, o también podía saltar de ese recuerdo a otro, como ahora salto del recuerdo de aquel momento al momento en el que escribo, porque los pensamientos se desvanecen cuando uno deja de soñarlos. Y si quisiera continuar este relato, tendría que seguir fingiendo que tú y todos vosotros existís. No soy fotógrafo, solamente escribo. Pero qué más da una foto, un papel... Nada podrá fijar vuestro retrato. Y para mí es triste terminar: al llegar al final de línea, tu madre te tomó en sus brazos, se levantó, y bajó del vagón llevándose con ella el desenlace de esta historia y quién sabe cuántas más.

7 de diciembre de 2008

Pese a todo

Los medios de comunicación juegan un papel fundamental en la opinión de las personas sobre cualquier tema, no desvelo nada afirmando esto. En España, como en cualquier otro lugar del mundo, los periódicos, radios, y cadenas de televisión más difundidas, están en manos de grupos de poder. Grupos que, por supuesto, ansían más poder. Ninguna revolución será apoyada por ellos, jamás. Por eso Chávez es un simio peligroso o los juegos olímpicos en China -gran ejemplo de gobierno, sí señor- han sido un éxito. Me da repugnancia la unanimidad en ciertos asuntos.

Así, este titular me parece abyecto. Sobre todo una palabra: "pese". No es ignorancia, en absoluto, sino maldad, lo que sitúa a esa palabra en el centro de la frase. Porque los disturbios no deben parar aunque el policía asesino haya sido detenido, en absoluto. Los disturbios tendrían que paralizar el país hasta que el régimen actual cayese, y hablo de "régimen" porque todas las formas de gobierno, salidas de unas urnas o de un golpe de estado, son regímenes. Regímenes donde un policía armado puede asesinar a un adolescente que se manifiesta en la calle. Naciones donde la democracia, se apellide su régimen como se apellide, no es real.

Pero EL MUNDO (y EL PAIS, y el ABC, y PÚBLICO) puede respirar tranquilo. Los disturbios cesarán pese a su legitimidad, su virulencia, su necesidad. La calma volverá, volverán el adocenamiento y la sumisión. Grecia seguirá siendo un régimen donde sus mandatarios orquestarán esa performance colectiva en la que un pueblo sin otra opción que meter cada cuatro años un papel en una caja de plástico transparente, hará como que elige a sus mandatarios. Y los mandatarios, impecables directores de escena, seguirán mandando. Como siempre.