25 de abril de 2006

Otras voces, otros ámbitos (2)

Recuerdo aquellas largas mañanas. Yo era el último que se levantaba, pero mis padres llevaban despiertos desde el amanecer. Su ruido iba llenando poco a poco la casa. Primero sus voces, alguna carcajada de mamá. Luego sus pasos cuando salían del dormitorio para ducharse dejando atrás sábanas desechas, con el olor del sexo, del sudor noble de los cuerpos, de la vida compartida en horizontal. Y era cuando papá tenía resaca, en ese lapso prolongado en que lentamente su cuerpo se recuperaba del exceso, que su mente participaba de esa vuelta a la actividad y se mostraba más lúcido, más brillante en sus discursos de cabeza pensante, libérrima y discordante de la izquierda, esa con la que tantos se llenan aún hoy la boca. A mi papá no se le llenaba la boca, no... las palabras le brotaban del pecho, henchido de razón amarga y dolor por un pueblo bajo el yugo de una oligarquía, y mientras mi mamá desplegaba un desayuno sabroso y abundante sobre la mesa y los tres lo devorábamos con la avidez del conocimiento, del amor y la victoria, yo le escuchaba con la boca abierta y, a pesar de los gritos de la noche, sus voces de borracho en el silencio de mis sueños, su cariño etílico que me entristecía y enconaba a partes iguales, en aquellas largas mañanas yo admiraba a aquel hombre, me creía un niño feliz, con la imperturbable conciencia de que cualquier problema tenía solución, de que cualquier instante de sufrimiento se vería sucedido muy pronto por una breve pero intensa felicidad.

Un día mi papá murió, yo tenía diecisiete años. Nunca nuestros desayunos volvieron a ser los mismos, por mucho que mi mamá y yo lo intentásemos. Nada pudimos recobrar, la vida que habíamos tenido junto a él se desvaneció hasta parecer irreal. Luego yo vine a España y mi país, mi pasado, quedó lejos. De otra forma me hubiera hundido. Y pasó que sólo entonces, en el abismo que separa a los vivos de los muertos, en el tiempo voraz que devenía en recuerdo, empecé a entenderle, a ver al hombre que fue con el sosiego que su presencia me había impedido. Entendí su lucha contra sí mismo, contra el mundo, la imposibilidad de que un hombre tan bello, tan cerca y tan lejos de los hombres, sobreviviera a la realidad.

Ahora pienso que si mi papá estuviese, sabríamos querernos como nunca lo hicimos.

24 de abril de 2006

Otras voces, otros ámbitos (1)

Salimos llorando del cine. Teníamos quince años, era una tarde de domingo. Afuera nos esperaba la primavera en pleno estallido después de ver juntas El Club de los Poetas muertos. Recuerdo todo lo que hablamos en el patio de la urbanización, sentadas en ese muro desde el que se ve el atardecer en la bahía. Nos quedamos hasta muy tarde, y varias veces tuvimos que llamar al timbre de nuestras casas para decirles a nuestros padres que ya subíamos, que no se preocupasen. Me dijiste, Mónica, que nunca ibas a dejar de aprovechar cada instante de tu vida, que lucharías por ser feliz, siempre feliz. Yo te dije lo mismo, quizás menos segura que tú de que fuera posible. Nos despedimos con un beso en los labios al descuido, sólo las estrellas lo supieron.

Los años han pasado, y aunque nunca hemos perdido el contacto, siento que no he participado de tus pequeñas decisiones, esos momentos en que sin darnos cuenta nos cambia el futuro, la vida. Ayer regresé de visitarte en Bélgica a ti y a tu marido, Fabrice. Sin duda, irte de Erasmus fue una decisión al dictado de tu carpe diem, buscabas nuevas experiencias, ser independiente de tus padres, demasiado protectores, demasiado tradicionales para entender tu hambre de sensaciones. Y allí conociste a Fabrice al poco de llegar. Ya habías salido antes con algún chico, siempre había uno u otro, pero con nadie fuiste tan en serio como con Borja. El más guapo y sensible, tu inseparable compañero de piano al que apenas te dolió dejar cuando llegó el momento de partir. Y lejos de tu casa, Fabrice supo darte el cariño y protección que al fin y al cabo necesitabas, Mónica, porque la soledad, dijeras lo que dijeras, nunca te ha sentado nada bien. No, eso está claro, sobre todo después de llorarme durante una hora el otro día describiéndome tu vida junto a Fabrice, un gigante hundido en su sillón con el rostro oculto por un periódico y los pies inmersos en pantuflas, un tipo que desprecia las novelas, el cine, que le da dolor de cabeza cuando tocas el piano, alguien con el que hace cinco años que no sales de casa para cenar o tomar algo porque “total, adónde vas a ir en esta ciudad” refiriéndose nada menos que a Bruselas... alguien que, en suma, es lo opuesto al chico que buscabas, un chico como Neil, el protagonista de aquel lejano club de los poetas muertos, y es que si aquellos poetas, si el mismo neil murió tras lograr su cima de belleza, hoy siento, Mónica, que aquella niña que apretándome la mano me prometió ser feliz, siempre feliz, ha muerto en ti.

Hoy, quince años después de aquella tarde de primavera en que la vida se nos reveló (o eso creímos), quiero que te preguntes, por favor, si ahora no estás más sola que nunca. Yo me quedé en España, en nuestro Gijón natal. Quizás no he vivido grandes aventuras, no lo sé, pero sí puedo decirte que me siento acompañada en el mundo, siempre acompañada, y que este amor me hace crecer cada día. Salimos, nos vamos de vacaciones, vamos mucho al cine, al cineclub en versión original (¿te acuerdas?), y cuando Borja toca el piano te prometo que no me dan dolores de cabeza sino ganas de besarle, de hacerle el amor.

Siempre te tuve celos, Mónica, celos de tu vida en el extranjero, tu ímpetu, tu sensibilidad. Hasta tuve miedo de que un día me arrebataras de nuevo a Borja si regresabas. Aunque te creía feliz junto a Fabrice, ni siquiera le insistí para que se viniera conmigo a Bélgica aunque para vosotros todo aquello sea sólo pasado. Ya ves.

No pude decirte nada de todo esto el otro día. Pensaba contarte que tenía un blog, darte la dirección. Ahora no sé si me atreveré a hacerlo. Nadie soporta que le planten su verdad ante los ojos.

23 de abril de 2006

La culpa es de Dan Brown

Hoy ha sido una administrativa aferrada a su Código da Vinci. Me pregunto yo si no podría haberse contentado con el Diez Minutos. Pues no... Y aquí la tenemos a ELLA, bolso en mano (pesadísimo) abriéndose un espacio imposible en el rebaño humano concentrado en el primer vagón de la línea 5. Lectura oblicua de libro semiabierto in extremis que al fin y al cabo tal vez sea la mejor forma de leerlo, no enterándose de mucho. Total que yo, a punto de insultarla con toda propiedad, me veo emparedado entre un señor mayor que, siento decirlo, olía a descuido ancestral, y un jovencito gay-fashion cuyo penetrante perfume más que equilibrar el tufo lo potenciaba ad nauseam. Por si fuera poco, esa mano que todos hemos sentido en la entrepierna alguna vez en hora punta, se alargaba desde quién sabe qué cuerpo sin lograr –apenas– efecto alguno en mi anatomía. Así que, invocando a Sartre, a Camus y al rabiosamente contemporáneo Houellebecq, hago un esfuerzo supremo de abstracción e imagino a la administrativa culpable del desastre en lencería negra de encaje, a cuatro patas sobre una cama de sábanas rojas, siendo brutalmente sodomizada por un hombre del que solo visualizo su musculada espalda y unas botas de cuero hasta la rodilla, y es entonces que la mano me toca más, me toca… y hay algo extraño en ese contacto, algo que no siento a menudo y que me estremece, pero de pronto, en una ráfaga que a cuchillo divide el mar, las puertas del vagón se abren, y la mano, el señor atufante, el gay-fashion y la administrativa con el Código a cuestas, salen despedidos al andén y se alejan con el viento. Yo, una vez más, quedo varado en la arena. Tal vez, si este tren no acaba en vía muerta, vuelva a subir la marea y otro viaje –¿cuántos ya?– recomience.

20 de abril de 2006

Mi tiempo en tu mirada


Ésta es la mirada
que me apropio,
ojos que miran el mundo
con la ingenuidad de los bellos,
los que a pecho desnudo
viven, aman, poetizan
desde la verdad que otros
no son –es imposible–
ni serán jamás capaces
de imaginar.

Ésta es la mirada
que al fin me ha enseñado a ser.

19 de abril de 2006

Fotos

De tu país me has traído fotos de tu infancia, de tu familia, de tu vida allá. Las hemos visto juntos, y en ellas he tratado de reconocerte. Ninguna te refleja tanto como las dos en la playa.

En la primera estás de cuclillas, sostienes la pala verde en la mano con extrema delicadeza. También se ve tu cubo azul y el colador amarillo. Todo tu mundo es la pala, el cubo, el colador. Mueves la arena y le das forma con la ayuda de tus juguetes.

En la segunda has abandonado cualquier objeto que pudiera distraerte de tu ensoñación. Estás tumbado en la arena, embarrado, con los ojos abiertos perdidos en un punto que flota en el aire. Qué chiquito, qué mono estás, qué ganas de ser un niño y acercarme a ti para tumbarme a tu lado hasta que suba la marea...

Deja que te diga algo: ahora eres mucho más guapo. Todos aquellos rasgos que aún debían definirse fueron delineando con el tiempo al hombre que eriza mi vello como alisio que estremece la hierba.

Tenías dos años, yo todavía uno. Ya sabes... yo siempre seré el pequeño.

17 de abril de 2006

Vivir contigo

Es diferente. Mucho. Es cómo me leíste ayer la lista de la compra, sobre todo los nuevos renglones. O tu cama, que estará más arrugada que antes porque ya sabes que yo vivo en horizontal. O lo que como, que gracias a ti será más sano y, sobre todo, más sabroso. Es poder arrimarme desnudo a tu cuerpo a la hora que me apetezca. Es ponerme guapo y esperarte cada noche con cualquier pequeña sorpresa para compensar tu cansancio. Contarte todo lo que hice sin ti para que no te lo pierdas. Escuchar lo que piensas, lo que deseas o lo que te preocupa. Es oler tu piel en la mañana hasta que el despertador se canse de molestar. Poder mirarte por un instante eterno.

Es pensar en ti al tiempo que pienso en mí.

15 de abril de 2006

Playa de los Peligros

La carretera recorre el muelle
y yo camino,
y todo esto
sucede mientras camino,
sucede que llegan coches
y aparcan el en el arcén
y yo sigo caminando
y veo todo, lo veo...
veo una mujer con perro
un poco triste;
bandadas de adolescentes
cargando bolsas del súper,
van a beber junto al mar,
van a reír,
quieren reír,
tal vez hacer el amor en la arena;
veo un matrimonio serio,
escuchan juntos la radio,
los partidos de la liga,
y pelan con navaja sus manzanas,
es lo que queda del picnic,
un picnic más,
y afuera se yergue inmóvil
una caña de pescar;
veo unos novios callados,
una pizza sobre el salpicadero
o lo que queda de ella,
veo el rostro de la chica
mientras él sale,
monta la caña
y la clava en la tierra,
y la pizza se enfría
y de las manzanas quedan
dos corazones desnudos,
y el perro ladra a lo lejos,
y el eco de la pandilla
se confunde con las olas,
y los peces ya no pican
pero ella intenta aprender,
lanza con fuerza el anzuelo
y él le dice así no,
y yo sigo caminando,
pienso que me gustaría
preguntarle a la mujer
la razón de su tristeza,
y probaría un trozo de pizza,
en el fondo, a mí me gusta fría,
y escucharía la liga
contemplando el horizonte
desde el asiento de atrás.

También hay hombres solos,
erguidos de pie, inmóviles
como cañas de pescar.

Aquí soy un hombre solo.

Muere el día
y siguen llegando coches,
el muelle acaba en la playa
llamada de los peligros.

Nunca he estado en Santander,
la próxima vez que venga
tú me traerás en coche
y aparcaremos aquí
justo al borde de la playa,
la playa de los peligros.

Brilla la noche
y sigo pensando en ti.

6 de abril de 2006

Tu rostro desconocido

Me ocurre con las dos personas más importantes de mi vida. Aquéllas que más veo aparte de los inquilinos forzosos de la sala donde trabajo. Las que más quiero. Pasa que, en cualquier momento inesperado, me asombro de su presencia. O, mejor dicho, de su rostro, su mirada, su sonrisa. Lo concreto, tantas veces contemplado, es justamente lo que me parece nuevo.

Me ocurre cada vez que quedo con ella y siempre que despierto junto a él. Haciendo el amor o viendo una película. Cuando olvido nuestra historia y nos miramos con la desnudez que sólo nace de la pura verdad. Entonces es como si no reconociera sus facciones, como si su belleza fuera extraña, exótica. Como si no mereciera ser amado por alguien así.

Me ocurre imaginar que el amor es eso: olvidar y recordar lo extraordinario de su naturaleza.

Un sol que se oculta y emerge cada día.

5 de abril de 2006

A Mar

Mi último día en Gijón fue el más lluvioso. Había tenido un sueño agitado, aún en mí el eco disonante de mi visita nocturna al cuarto oscuro del único bar de ambiente de la ciudad. Y es que en los últimos tiempos, mis viajes son especialmente reveladores. Será porque los planeo cada vez menos. Voy a menos lugares pero paso más tiempo en ellos. Me encanta desarrollar pequeñas rutinas, fantasear con que vivo allí. Por eso, para mi último día en Gijón no había pensado nada especial, simplemente volver a recorrer mis rincones preferidos.

La lluvia vino a definir, con más crudeza de lo habitual en mí, un matiz de melancolía a mi despedida de un lugar donde inesperadamente había encontrado potente inspiración creativa y vital. Fui a desayunar a una cafetería de Cimadevilla desde la que se ve el mar donde aquellos días me había sentido en casa. Luego me dejé caer hacia el muelle y contemplé las olas romper con furia contra los diques. Allí, sentado con los pies colgando de la bancada de piedra, mi móvil empezó a vibrar y eras tú. Nos veíamos desde agosto, disfrutábamos juntos, pero no era más que el germen de lo que ahora ha estallado en flor. No te había llamado en aquellos seis días, y tú tampoco, tal vez intuyendo que yo necesitaba una pequeña distancia para percibir mejor aquello que nos estaba ocurriendo. Creo que no te dije entonces, amor, cuánto me alegré de oír tu voz y, sobre todo, cuánto había pensado en ti. Te conté lo del cuarto oscuro, te hablé de las canciones y del poema que había escrito, no cesé de repetirte cuánto me había gustado Gijón (y Oviedo, y el paisaje, y la gente, y el resplandor de cada atardecer marino brillando como un fuego que se extingue sobre las aguas...). Necesitaba, ya en aquel lejano octubre, compartir mi vida contigo aunque yo no quisiera –o no pudiera– ser consciente todavía.

El sábado voy a Santander. También seis días, y también solo. Aunque habría preferido que pudieras venir conmigo, tal vez este momento sea el oportuno para, de nuevo con el Cantábrico al horizonte, hacer balance de todos los recodos que he doblado en los últimos meses. El día a día nos arrastra sin remedio, nos proyecta siempre hacia el futuro y nos impide recrearnos en todo lo que hoy, a cada instante, poseemos. Y eso que en nuestro caso, quiteño, poseemos todo.

Pero sí hay algo que será diferente esta vez. Voy a llamarte más, mucho más. Aquella mañana, bajo la lluvia del norte, descubrí que no tiene sentido reprimir nada contigo.

Al contrario, el amor se alimenta con amor. Amor y más amor.

4 de abril de 2006

Magia

De pequeño, tuve un cubo mágico de Rubik. Nunca lo logré resolver, y poco a poco le fui quitando las pegatinas de colores hasta que dejé todo el plástico negro al descubierto. Luego lo desencajé desnudándolo por completo. Sólo quedó el armazón y un escombro de piezas, nada que pudiera sugerir que aquello había sido una sola cosa. Era el destino de todos mis juguetes, todos sucumbían ante mi ánimo de desentrañar sus mecanismos.

Hace unos dos años, paseando con mi madre en Zaragoza, me paré en un escaparate. Creía estar alucinando: allí se exhibía de nuevo ese souvenir de la infancia. Las modas, todas, siempre vuelven. La caja era muy atractiva, y además pude ver que contenía un manual. Llamé a mi madre y le dije que quería entrar a verlo. Me lo acabó comprando, admito que no opuse precisamente resistencia, y aquella misma tarde de sábado, tras deshacerlo a conciencia, traté de devolverlo a su estado original. No hubo forma, y al día siguiente me lo traje a Madrid con la promesa de seguir intentándolo. Sabía que, de alguna manera, verme enfrascado con el cubo mágico le hacía feliz. Recreaba la ilusión del tiempo en que yo le pertenecía.

La última vez que mi madre me visitó, vio el cubo perdido entre otros objetos en una estantería. Me miró triste, y me preguntó si ya lo había abandonado como de costumbre. Le respondí que en parte sí, que realmente era muy complejo, pero le aseguré que a veces lo retomaba.

Mentí, supe que era mejor así.