4 de abril de 2006

Magia

De pequeño, tuve un cubo mágico de Rubik. Nunca lo logré resolver, y poco a poco le fui quitando las pegatinas de colores hasta que dejé todo el plástico negro al descubierto. Luego lo desencajé desnudándolo por completo. Sólo quedó el armazón y un escombro de piezas, nada que pudiera sugerir que aquello había sido una sola cosa. Era el destino de todos mis juguetes, todos sucumbían ante mi ánimo de desentrañar sus mecanismos.

Hace unos dos años, paseando con mi madre en Zaragoza, me paré en un escaparate. Creía estar alucinando: allí se exhibía de nuevo ese souvenir de la infancia. Las modas, todas, siempre vuelven. La caja era muy atractiva, y además pude ver que contenía un manual. Llamé a mi madre y le dije que quería entrar a verlo. Me lo acabó comprando, admito que no opuse precisamente resistencia, y aquella misma tarde de sábado, tras deshacerlo a conciencia, traté de devolverlo a su estado original. No hubo forma, y al día siguiente me lo traje a Madrid con la promesa de seguir intentándolo. Sabía que, de alguna manera, verme enfrascado con el cubo mágico le hacía feliz. Recreaba la ilusión del tiempo en que yo le pertenecía.

La última vez que mi madre me visitó, vio el cubo perdido entre otros objetos en una estantería. Me miró triste, y me preguntó si ya lo había abandonado como de costumbre. Le respondí que en parte sí, que realmente era muy complejo, pero le aseguré que a veces lo retomaba.

Mentí, supe que era mejor así.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No mentiste, realmente es muy complejo...