27 de mayo de 2005

Lucidez

¿HAY QUE TRABAJAR MÁS? (Ramón Jáuregui, portavoz del PSOE en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados)

EL PAÍS - Opinión - 27-05-2005

En su reciente visita a la cúpula empresarial, el presidente del Gobierno tranquilizó a la CEOE: "No habrá semana de 35 horas, en España hay que trabajar más". Ignoro si el presidente se expresó así en una reunión privada, pero ése fue el titular de un periódico que me impulsó a escribir sobre un tema que me parece vital, y nunca mejor dicho, porque hablamos del tiempo de vivir.

Ha sido una constante de la historia que los avances tecnológicos producían una reducción progresiva de la jornada laboral. Cuando, a finales del siglo XVIII, apareció la máquina de vapor, que había desarrollado el ingeniero escocés James Watt, la jornada laboral bajó hasta las 80 horas semanales, unas 3.500 horas anuales, cerca de un 70% del tiempo total de una vida. Dos siglos después, a comienzos de los noventa del siglo XX, las horas anuales trabajadas se situaban entre las 1.600 y las 1.800 en Europa.

Pero no han sido sólo los avances tecnológicos los que han determinado esta reducción. La reivindicación sindical para reducir la jornada laboral y liberar así más tiempo para el descanso, la familia, el ocio, la cultura, la formación, es decir, para la vida, está en el corazón mismo de la lucha del movimiento obrero desde finales del siglo XIX. La vieja reivindicación obrera de una jornada laboral de ocho horas, para tener otras ocho de descanso y otras ocho de vida, se convirtió en una bandera social internacional a raíz de la represión policial de Chicago que conmemoramos todavía en la fiesta del Primero de Mayo.

De manera que la máquina de vapor, el motor eléctrico, el fordismo como técnica de producción, y otros muchísimos avances técnicos que a lo largo de estos dos últimos siglos hemos ido incorporando a nuestro acervo tecnológico, han permitido atender y hacer viable la demanda socio-laboral de una progresiva reducción de la jornada y de la vida laboral en general, hasta llegar a una cifra aproximada del 30% de trabajo a lo largo de la vida en la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX.

Desde hace algo más de diez años, está teniendo lugar un importantísimo debate sobre la jornada laboral. La crisis económica del 93-94 produjo una destrucción enorme de empleo (en España, por ejemplo, 1,5 millones de empleos desaparecidos en menos de dos años) y un notable incremento del paro (superando el 10% en Europa y el 20% en España). En ese contexto, la reducción de la jornada fue vista como una fórmula de reducir el paro. Bajo el influjo de aquel viejo y bello eslogan "Trabajar menos para trabajar todos", muchos creímos que en la reducción general de la jornada se escondía una pócima maravillosa contra el paro. En aquellos años, siendo consejero de Trabajo del Gobierno vasco, puse en marcha un decreto con ocho medidas de esta naturaleza, cuyos resultados, debo reconocer, no fueron extraordinarios.

Pero esta filosofía la aplicó legal y masivamente Francia a los pocos años, cuando madame Aubry, ministra socialista del país vecino, puso en marcha la Ley de las 35 horas, en cumplimiento de una de las medidas estrella del programa electoral de la izquierda plural (socialistas, comunistas y verdes), que venció en las elecciones francesas de 1998. Los resultados de esta ley son objeto, todavía hoy, de una fuerte controversia. Su aplicación, sólo en las grandes empresas, ha producido una verdadera ingeniería social sobre la organización del trabajo y ha incorporado a las empresas a la cultura laboral de la jornada reducida (35 horas a la semana y 1.600 horas al año). Las cifras de creación de empleo neto son discutibles, porque muchos de los casi 500.000 nuevos empleos que los socialistas franceses atribuyen a la ley son cuestionados por otras fuentes y, en cualquier caso, la aplicación de la ley obligó a fuertes desembolsos públicos para compensar a las empresas. Pero el Gobierno de derechas de Francia anuló la medida, sin atreverse a derogar la ley, por el procedimiento de aumentar, de hecho, la jornada, autorizando las horas extra sin recargo económico.

¿Ha fracasado la experiencia francesa? Desde luego, su desarrollo ha sido literalmente yugulado. Ningún otro país parece decidido a iniciar una experiencia semejante y, por el contrario, la globalización está impulsando la prolongación y el aumento de las jornadas laborales. La reducción de jornada como fórmula de lucha contra el paro ha quedado fuera de juego, incapaz de ofrecer resultados si su implantación se propone aisladamente, en países o zonas concretas y si se hace sin tener en cuenta su repercusión en los costes de competitividad internacional. Dicho de otro modo, los teóricos franceses que han defendido esta fórmula -Guy Aznar, Alain Caillé, Robin, Roger Sue y otros- siempre han exigido que la reducción de jornada debía de ser masiva, generalizada y sin afectar a la competitividad, es decir, con reducciones de salario y fuertes compensaciones económicas al empleo creado. La reducción de jornada compensada sólo, en términos de costes, con los incrementos de productividad no genera empleo.

Pero esta clarificación no explica otra paradoja que estamos sufriendo. Efectivamente, contra el sentido histórico de los avances tecnológicos, la revolución científico-técnica de finales del siglo XX, la combinación de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la biogenética, siendo, como es, la más importante revolución tecnológica de la humanidad y produciendo notables incrementos de productividad, no está reduciendo la jornada laboral, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, sino que, por el contrario, unida a la globalización y a la competencia internacional, está generando un incremento general de la jornada laboral real en todo el mundo.

Armando Gaspar, dirigente de Daimler-Chrysler en España, declaraba recientemente: "La tendencia es volver a 40 o más horas de jornada". Los sindicatos españoles y alemanes negocian más jornada y más flexibilidad laboral, como contrapartida a las deslocalizaciones. The New York Times denunciaba que el sector tecnológico de Silicon Valley se ha convertido, de paraíso, en un infierno laboral. Muchas empresas compensan a sus empleados sus largas jornadas laborales con cafeterías, gimnasios y juegos de ocio en las oficinas, aunque los críticos creen que se trata de un engaño para trabajar más sin cobrar horas extra. No hay que irse tan lejos para comprobarlo. En miles de empresas españolas, auditoras, bancos, pequeñas empresas de servicios de las capitales, se trabajan 10 o 12 horas diarias con toda normalidad y a nadie se le ocurre reclamar su pago. Es más, curiosamente, la tecnología no nos libera, sino que nos esclaviza al trabajo. Más de la mitad de los empleados se quejan de que el teléfono no tiene horarios y que la dependencia laboral se prolonga al domicilio y a los fines de semana, con el ordenador, la agenda electrónica y el móvil como instrumentos o herramientas de trabajo permanente.Nuestra vida laboral empieza a parecerse a la imagen mitológica del dios Cronos / Saturno devorando a sus hijos, que tan acertadamente recogiera el genial Goya de su última época. A tan grave diagnóstico se llega si tenemos en cuenta el otro gran fenómeno social de los últimos años: la incorporación masiva de la mujer al empleo formal. Es decir, al empleo fuera del propio hogar, lo que provoca un desajuste social, cada vez más patente, entre familia y trabajo; entre educación de los niños y trabajo; entre trabajo y vida. Una vida estresante, fuertemente competitiva, invadida por las exigencias del mercado y de la competitividad y en las grandes capitales, agobiada además por trayectos cotidianos de ida y vuelta al trabajo de más de 60 minutos de media.

Una joven madrileña escribía recientemente una carta al director de EL PAÍS, bajo el título La jornada laboral de 35 horas no es rentable, y se quejaba de las condiciones de trabajo y de vida de la gente de su edad (25 a 40 años). "Diez o doce horas de trabajo diario y 50 a 55 semanales: llegar a casa, cenar, ver la tele una horita y a dormir. La mayoría preferiríamos tener más tiempo a tener más dinero".

En conclusión. La reducción de la jornada laboral no es una política de empleo, pero la prolongación de la jornada laboral es un contrasentido histórico y un gravísimo desajuste social. Dicho de otra manera, la expresión "hay que trabajar más" debemos aplicarla a que haya más trabajadores con empleo, es decir, a aumentar nuestra tasa de actividad. Pero, a comienzos del siglo XXI, no deberíamos trabajar más horas, sino menos, porque la productividad aumenta sin cesar y porque las familias y la organización social de nuestra convivencia reclaman más tiempo libre para lo que Ullrich Beck llama el "trabajo cívico". Es decir, la reducción de la jornada laboral como embrión de una reordenación de nuestra vida personal y familiar y de una nueva concepción de nuestra responsabilidad con la comunidad y con la sociedad en la que vivimos.

Nuestra civilización nos ofrece la oportunidad de ahorrar tiempo de trabajo, pero el mercado y su mano de hierro, ese enorme motor de la economía, sin alma y sin ojos, nos impone una jornada laboral mayor y una vida laboral compulsiva y absurda. Los efectos que estamos observando en la actualidad son conocidos: crisis familiar, aceleración en los ritmos de la vida laboral con sus derivadas psíquicas y fisiológicas, disolución de los lazos sociales básicos y vaciamiento social y cultural. Por eso las preguntas surgen con fuerza: ¿cómo avanzamos hacia la reducción del trabajo que nos permite la tecnología? ¿Cómo organizamos el tiempo de esta nueva sociedad?

Es aquí donde volvemos a la política. A la política con mayúsculas. A la política de la utopía. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, a la desigualdad o a la insania del tiempo acelerado y en fuga. Nos están dando los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo que vivimos.

23 de mayo de 2005

Primeros juegos

La colegiala, un poco como cualquiera imagina a una alumna de colegio católico en pubertad, lee atenta una revista. Buscando un hueco en el vagón de metro me sitúo junto a ella. Lleva más de un minuto sin pasar página. Lanzo una mirada al título del artículo: "Tus zonas erógenas". Lee sin afectación, como si fuesen las insulsas declaraciones de algún ídolo pop. En una estación, sube un chico mayor que ella. Es guapo y peligroso. Viste ropa ancha y lleva una carpeta enorme, de escuela de arte. Ella levanta los ojos de la revista y los posa sobre los tobillos desnudos con el vello justo, la curva del empeine al descubierto, los dedos de los pies extremadamente armónicos, carnosos... Sólo cuando él se da cuenta, ella los aparta rebosando pudor. El tren se detiene, y la colegiala desciende no sin antes rozar al descuido con sus dedos la cadera del muchacho, que la ve marchar con un brillo en sus labios, su mano aferrándose firme a la barra.

13 de mayo de 2005

A ciegas

La chica se abraza al señor ciego. El tren de metro pasa estaciones, y ellos intercambian confidencias, sonrisas, besos... Él viste un traje gris muy usado, zapatillas de color naranja, y una camisa roja desabotonada. Ella apoya su rostro contra el pecho canoso, no lleva maquillaje, ni un peinado bonito, ni unos zapatos elegantes, sólo unos pendientes algo vulgares adornan su dormida belleza. Hablan, ella a veces mira los ojos en blanco de él, y otras simplemente dirige sus palabras a otro vacío. Se bajan, y yo continuo hasta la siguiente parada.
Dos horas más tarde, en otro punto de la ciudad, decido en el último instante ir a un café en lugar de otro, y al doblar una esquina me encuentro pisando los talones a dos personas. Un bastón blanco, una falda negra sobre unas piernas sin depilar.... Ralentizo mi paso para escuchar la conversación de la chica y el señor ciego. Ella cuenta que a un hombre que conoce le detectaron un cáncer y se le cayó el pelo por la quimioterapia. Obsesivamente recalca los efectos del tratamiento, y cómo ese hombre volvió al trabajo pero le seguían preguntando qué tal estaba. Llego a la puerta del café sin saber el final de la historia, ni del camino de la extraña pareja.

10 de mayo de 2005

Días sin memoria

Trato de hacer orden en mi armario. De los bolsillos de un pantalón sepultado caen, al arrancarlo de su olvido, unos papeles. Me llaman la atención un par de entradas de cine de hace tres años, con el nombre de una película que no recuerdo haber visto, ni con quién pude ir. Pero hay más recuerdos de aquellos días: una factura de ropa interior de una tienda que no me suena de nada, un número de teléfono sin un nombre al lado que pueda darme alguna pista, un folleto de un curso que jamás podría interesarme... ¿Todo esto es mío? ¿O era de ese alguien que vivía esos días sin diferenciar unos de otros, alguien que ya no soy yo, este que soy ahora?

Me siento sobre la cama y me concentro en una idea: este instante no voy a olvidarlo, no quiero hacerlo.

6 de mayo de 2005

Aquel instante

¿Te acuerdas, cariño, de aquella luz? Acabábamos de llegar a casa, yo había puesto una canción, nos quitábamos la ropa en el dormitorio, de pronto, en un imperceptible viraje, el primer rayo del mediodía se coló a través de la ventana, y luego otro, y otro, la canción llegaba a su climax al tiempo que la habitación quedaba inundada por la luz del otoño, y entonces nos miramos, amor, me acerqué a ti, rodeé tu cintura y absorbí el olor que siempre dormía en el hueco de tu nuca, y tú me preguntaste “¿Te quieres casar conmigo?”, y yo respondí sin pensar, no hacía falta siendo como éramos en aquel instante uno solo.

5 de mayo de 2005

Nosotros, ellos

Somos menos, pero esa siempre ha sido nuestra ventaja. Les hacemos creer que la vida que llevan es buena, que no es sostenible que puedan disfrutar de más tiempo libre, que el mejor ámbito para la superación personal es el trabajo, que el consumo (de nuestros productos, qué bella simetría) es la forma natural de gastar el sueldo raquítico que tanto les cuesta ganar, que lo justo es que sean siempre ellos los que tienen que esforzarse (hemos ideado múltiples variantes) cuando nuestros beneficios no son los esperados, que es normal aguantar hasta los 65 años (cuando ya no nos sirven porque las enfermedades se acumulan en su historial clínico) para disfrutar de libertad, que el liberalismo salvaje es la única fórmula económica compatible con la democracia... ¿Cómo lo hacemos? Es fácil. Nosotros, que somos pocos y podemos organizarnos mejor, inventamos un mundo cerrado, impermeable, en el que no hay lugar para la disidencia, no hay modelos para la rebelión, donde los políticos son nuestras marionetas porque dependen de nuestro dinero y la burocracia atenaza al individuo imposibilitando el acceso a lo concreto, a los hilos que sólo nosotros movemos. ¿Quienes somos? Los de siempre, los que llenamos nuestras arcas gracias a su esclavitud, su mente de la que hemos borrado toda capacidad crítica, un círculo reducido de personas en cada país por el que ellos, los ilusos, los ignorantes, que son millones, creen que luchan, cuando en realidad es por nuestro bienestar que ellos se dejan lo mejor de su vida en el camino, un camino que para nosotros es de rosas y para ellos de afiladas espinas. Y que nadie se lleve a engaño: no sentimos el más mínimo escrúpulo. Eso es de débiles, de idealistas, de rebeldes... en resumen, de aquellos que nunca han cabido -ni cabrán- en nuestro sistema.

4 de mayo de 2005

Aquella noche

¿Te acuerdas, cariño, de nuestra primera noche? Yo andaba perdido en tus ojos, tus pequeños gestos, tus manos siempre enfatizando tus palabras, y hubo un instante en que no pude más y te dije "¿Puedo coger tus manos?", y tú no te negaste, me permitiste tomarlas en las mías, y nuestros dedos comenzaron a enredarse en una red de palpitación y silencio, hasta que al final tú te levantaste y tiraste de mí llevándome a tu dormitorio, me decías "Ven aquí, tonto", y yo te seguí, seguro al fin de que, siquiera por una noche, serías mío.

Agradecimiento

Mi canción Shadows suena en el programa de radio de Pin & Pon DJ’s de esta semana. Gracias desde aquí a Rafael y Joan.