29 de abril de 2005

Aquella primavera

¿Te acuerdas, cariño, de aquel parking desierto? Íbamos en tu coche, yo te pedí que me llevases a algún lugar apartado, era una ciudad extranjera para mí y todo despertaba mi curiosidad, y de pronto nos vimos perdidos en un complejo industrial abandonado, aquel cementerio de fábricas, desguaces, edificios oxidados de oficinas, y llegamos a aquel parking bajo la autopista, los coches volaban sobre nuestras cabezas, la última luz del atardecer se apagaba en el horizonte, te miré y tú me sonreíste, cómo te brillaba la mirada, amor... te besé, busqué tu cuello, desabotoné tu camisa, tu pantalón, en mis oídos el rumor de la autopista, nuestra respiración, luego me quedé apoyado sobre tus piernas hasta que se hizo completamente de noche.

28 de abril de 2005

Aquel verano

¿Te acuerdas, cariño, de aquel parque de atracciones? Nunca lo dijimos, pero sé que tú sentías lo mismo cuando hacíamos el amor aquel verano, con las ventanas abiertas de par en par, y la brisa nocturna secaba nuestro sudor al tiempo que un rumor de gritos perforaba nuestro silencio, o mejor dicho eso era nuestro silencio, un desgarro lejano con cada descenso de la montaña rusa, y tú y yo, mi amor, mirándonos, comprendiendo sin palabras lo excepcional de que toda esa gente fuera ajena a nuestro secreto, de que sintieran un vértigo atroz que sin embargo no era nada comparado con nuestro vértigo, y nos dejábamos ir, y abrazados nuestros cuerpos como dos siameses el sueño nos llegaba envuelto en esa nana fantasmal, los gritos del parque de atracciones inundando la habitación en olas de brisa nocturna.

Aquel otoño

¿Te acuerdas, cariño, de aquella claridad? Habíamos llegado en tren, bajo la tormenta, caminamos por las calles empedradas de aquel pueblo, a las afueras estaba el castillo, y detrás el bosque, pero todavía había que imaginarlo, incluso cuando más tarde lo vimos desde lo alto al recorrer los pasillos y las estancias donde habitaran los reyes de otro tiempo, y fue luego cuando echamos a andar por sus senderos, las gotas repiqueteando contra los árboles, el agua deslizándose en hilillos por tu capucha, el eco de un trueno o el brillo de un rayo lejano, y entonces llegamos a aquella claridad, la planicie cubierta de un manto de hojas secas, la estatua blanca al fondo, y quisimos que la lluvia no cesase nunca.

Aquel invierno

¿Te acuerdas, cariño, de aquel jardín de rosas? Era domingo, habíamos visto nevar por la ventana, tomando té, escuchando el último CD que habíamos comprado juntos, yo te dije “Quiero salir”, y salí al porche, tomé un puñado de nieve en mis manos y te lo traje, lo acerqué a tu mejilla y las gotas resbalaron por tu mandíbula, tus labios, y tú me dijiste “¿Vamos al jardín de rosas?”, y al instante fuimos dos figuras fundidas en la niebla, dando torpes zancadas, muertos de risa, atravesando la ciudad solitaria, y cuando al fin llegamos al jardín, un mar blanco se extendió ante nosotros, y los troncos desnudos de los árboles eran mástiles de navíos naufragados, y las rosas había que imaginarlas, latentes, bajo la espuma, como un arcoiris que espera a salir cuando vuelva a brillar el sol.

26 de abril de 2005

Sueños

Jorge, a los quince años, solía desnudarse por completo al acostarse. Quizás descorría un poco las sábanas, y antes de apagar la luz deslizaba las yemas de los dedos sobre su piel, imaginando que a su lado yacía otro chico desnudo, bello, y que ese roce no era sino el roce entre sus cuerpos. Fantaseaba con besos, miradas de amor, largos abrazos. Se entregaba a su amante con devoción, casi con dolor. Al final, vencido por el sueño o las lágrimas, en una última sumisión de la realidad a la fantasía, la mano del otro muchacho se acercaba a la lámpara de noche y presionaba el interruptor, devolviéndolo a la soledad.
Yo tardé más que Jorge en saberlo, y los hay que no lo saben nunca. Señalo un culpable: la Iglesia, el virus inoculado en la sociedad a través de siglos y siglos, la infamia y la mentira, los prejuicios sobre un amor que es como cualquier otro amor: natural y real. Sueño con una mano que arranque fuera de este mundo toda esa costra putrefacta que entumece al hombre, que lo hace preso en vez de libre, que ensombrece lo que debería ser bañado por la limpia luz que en tantos pasajes del Nuevo Testamento desprende Jesús, tan lejos de la oscuridad en la que los sueños de Jorge -o los míos- tuvieron que ocultarse.

22 de abril de 2005

Fantasmas

Pienso en un vertedero virtual. Internet como órbita cementerio para todas esas páginas que un día fueron creadas con ilusión y luego se abandonaron. Informaciones obsoletas, diarios inacabados, cadáveres electrónicos... Uno las descubre al azar, muchas veces su diseño (hubo un tiempo en que el concepto no se aplicaba a la web) las delata. Hay quien se tomó la molestia de despedirse y fue consciente de que aquella era la última actualización. He hallado muchas razones: casarse, querer dedicarse plenamente a la escritura o al cultivo de orquídeas, simple cansancio o desencanto... Cuando algo nos ilusiona de verdad, el tiempo empleado en ello se entrega con generosidad, y no lo vemos como un trabajo ni mucho menos como pérdida. Este blog es un ejemplo, y quién sabe cuándo un post será el último sin que quizás yo mismo lo sepa. Pero no voy a pensar en eso, porque significaría muchas más cosas que ahora me parecen imposibles, como perder las ganas de crear, de descubrir, de jugar con este cubo mágico lleno de colores que es mi vida, todo lo que tengo...

20 de abril de 2005

Sí o no

En un segundo
el mundo
imaginado
robado
al tiempo deslizante
al instante
imaginado
robado
pensé en ti
en lo nuestro
si te amo
o no
si el deseo
el sudor
me queman como antes
arden
con fulgor
como antes

o no

19 de abril de 2005

Certeza

Un pasillo de hospital. Una anciana es arrastrada en su cama fuera de su habitación. Su cuerpo apenas es un bulto bajo las sábanas. Todo su ser, lo que de persona tuvo algún día, ya no se distingue. Parecería muerta, pero esa impresión es violentamente negada por sus ojos abiertos de par en par. Son unos ojos asustados, implorantes, aunque intuyo una llama de fiereza en ellos, como si gritasen que hubo un día en que esos ojos eran las ventanas de una vida palpitante, cuando el cuerpo todavía funcionaba como una máquina perfecta. Su fulgor obliga a los míos a mirar hacia otro lado.
El pasillo desemboca en una sala con amplias vistas al mar, un horizonte al que aproximo mis pasos una vez la anciana encamada desaparece en el montacargas. Mi vista se pierde en el azul, en los reflejos oscilantes sobre el agua. Me pregunto si esta mujer ha sido feliz, si es con serenidad que aguarda la última hora o con la amargura de saber que la vida se le ha escapado de alguna forma y a nadie puede echar la culpa. Acerco mi rostro al cristal, creo oír el rumor de las olas. Me invade una certeza. Echo a correr a lo largo del pasillo, bajo al vuelo las escaleras, salgo del hospital y al instante mis pies caminan sobre la arena, buscan el contacto con la espuma que acaricia la orilla.

7 de abril de 2005

Hablar por hablar, o escapismos

Sobrecogedora cotidianeidad. Ciertamente los mejores relatos no nacen de sucesos extraordinarios. Quizás es mero descuido, sentirse obligados a hablar por no parecer tímidos o descorteses, pero es en esos encuentros en el ascensor, en la oficina, en una cafetería, cuando lo más profundo se exhala inconscientemente.
- Ya es viernes...
En esta frase repetida hasta la saciedad, martilleante murmullo que acompaña como inofensiva coletilla a los saludos de rigor, intuyo una amargura, una angustia vital reprimida como en un acto reflejo, porque si asomara a la conciencia, si asomara, se abriría un abismo irresistible.

1 de abril de 2005

Vida en una basura

Una calle cualquiera de Madrid. Viernes, 8 de la mañana, invierno. Camino del trabajo. En una esquina, un cubo de basura rebosado. Sobre la acera yacen papeles aparentemente sin importancia, pisoteados por los transeúntes que antes de mí han pasado por allí. Por qué me detengo, por qué me agacho y tomo en mis manos una postal fechada en 1965, por qué leo... No lo sé, mi natural curiosidad, poco importa. Pronto intuyo que gran parte de esa basura tiene conexión entre sí, que antes de ser basura era parte de una vida. Titubeante, temeroso de lo que otras personas puedan pensar de mí, levanto la tapa y hurgo entre cajas de cartón, prendas desgastadas, objetos sin orden. No llevo cartera, mochila, nada donde ocultar lo que ya considero un botín. Entro en una papelería y compro algo suficientemente grande como para que me den una bolsa y guardar todo hasta salir de mi oficina, hasta que lleguen las 3 y recobre, con más pulsión que de costumbre, mi vida. 

Al llegar a casa desparramo el contenido sobre el sofá, en un gesto que me recuerda –pero yo no lo he vivido- el gesto de quien fuera que vertiera el día anterior todo aquello en un cubo, amparado en la impunidad de la noche. Un nombre y apellidos, un hombre que tuvo una mujer, hermanas que durante la dictadura le escriben desde Francia inofensivas postales de cariño, menús de cenas de un club de socios en hoteles de 3 estrellas, recordatorios de comunión, cuentas para llegar a fin de mes, cuartillas amarillentas de periódico, y fotos, muchas fotos... Sólo falta algo, tan obvio que su ausencia da sentido a todo lo demás: una esquela con ese nombre, esos apellidos que acaso nadie volverá a pronunciar.