19 de abril de 2005

Certeza

Un pasillo de hospital. Una anciana es arrastrada en su cama fuera de su habitación. Su cuerpo apenas es un bulto bajo las sábanas. Todo su ser, lo que de persona tuvo algún día, ya no se distingue. Parecería muerta, pero esa impresión es violentamente negada por sus ojos abiertos de par en par. Son unos ojos asustados, implorantes, aunque intuyo una llama de fiereza en ellos, como si gritasen que hubo un día en que esos ojos eran las ventanas de una vida palpitante, cuando el cuerpo todavía funcionaba como una máquina perfecta. Su fulgor obliga a los míos a mirar hacia otro lado.
El pasillo desemboca en una sala con amplias vistas al mar, un horizonte al que aproximo mis pasos una vez la anciana encamada desaparece en el montacargas. Mi vista se pierde en el azul, en los reflejos oscilantes sobre el agua. Me pregunto si esta mujer ha sido feliz, si es con serenidad que aguarda la última hora o con la amargura de saber que la vida se le ha escapado de alguna forma y a nadie puede echar la culpa. Acerco mi rostro al cristal, creo oír el rumor de las olas. Me invade una certeza. Echo a correr a lo largo del pasillo, bajo al vuelo las escaleras, salgo del hospital y al instante mis pies caminan sobre la arena, buscan el contacto con la espuma que acaricia la orilla.

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