30 de octubre de 2008

Web, intimidad sin piel

Es la canción "Yankee Bayonet", de mis imprescindibles The Decemberists, interpretada por mi youtuber favorito a la luz de unas velas y en compañía de una amiga de voz perfecta para esta joyita de pop contemporáneo de un grupo que jamás triunfará en grandes estadios ni falta que hace.

Pertenezco a la generación web. Por suerte, mi edad es la de aquellos que pudimos subirnos a tiempo a este vehículo de información, emociones, vidas compartidas. ¿Qué sabría yo sin Internet de un chico francés de la Bretaña con una sensibilidad casi atroz al que le encanta tocar la guitarra y cantar sus canciones favoritas? Nada. Es más, mi propia pasión por The Decemberists no habría nacido si no fuera porque él me ha hecho descubrir sus mejores canciones. ¿Cuántas noches de la primavera pasada me habría ido a la cama con la más agónica tristeza, la que trae la soledad de la mano, si no hubiera visto antes unos cuantos vídeos suyos? Es y ha sido una presencia rotunda y apaciguadora.

Gracias a Internet conocí al chico con quien comparto mi vida, por Internet he hecho amistades (¿cómo estáis Alex y JC, Kailing, o esos chicos de Granada que me leíais en vuestras largas mañanas de oficina haciendo sonar aquel "I wanna be adored" ?), a través de Internet he sabido de mundos interiores tan extraordinarios (este, entre tantos) que me han abierto la mente poblándola de nuevas ideas. Y hay mucho más, por supuesto: el sexo virtual, el milagro de poder trabajar durante estas semanas a miles de kilómetros del lugar donde sirve para algo útil el producto de mi trabajo, o la lectura de otros blogs que tanto hablan -como este, espero- de sus autores.

Así lo siento y así lo expreso: web, intimidad sin piel.

Fugacidad

Es como tratar de explicar por qué me ponían triste aquellas tardes de primavera en Zaragoza con el cierzo azotando las copas de los árboles. Había poesía, sí, en ese despertar tras el invierno entumecido. Había la esperanza de algo nuevo, aunque esa esperanza pasara tan veloz como una ráfaga de viento.

Tantos años después, aquí en Quito, no puedo dejar de mirar las laderas y los valles salpicados de luces y más luces cuando ha caído la noche. León me lleva de copiloto y yo traspaso el cristal en busca de esas visiones, como los traffic jams en sentido contrario, curvas inacabablemente dibujadas por pares de faros, vidas que aguardan el avance, esperas entre confidencias, gritos, o serena soledad.

Y en las aceras, más allá del discurrir en nube tóxica, nube que irrita la garganta, nube propagando el plomo por arterias y venas pero a la que todos nos acostumbramos mágicamente, están las gentes. Hay una promiscuidad implícita en cada mirada, cada tumulto, cada casa emitiendo sus ruidos, sus olores, su identidad propia y a la vez tan sometida a la dictadura de una sociedad que vigila. Gentes y más gentes: guaguas, maltoncitos, esas manes embarazadas demasiado pronto... Gentes con tanta, ¿demasiada? vida.

Y todo, cuando voy de copiloto y cruzo Quito en la intimidad del auto con la mano de León cubriendo la palanca de cambios, al alcance de mi caricia, me provoca no aquella tristeza de las hojas de los árboles entechocándose en la primavera de mis tiempos universitarios, sino una intensa sensación de fugacidad. Cada visión un verso que escuchara, me impactara, y olvidara para siempre.