26 de abril de 2005

Sueños

Jorge, a los quince años, solía desnudarse por completo al acostarse. Quizás descorría un poco las sábanas, y antes de apagar la luz deslizaba las yemas de los dedos sobre su piel, imaginando que a su lado yacía otro chico desnudo, bello, y que ese roce no era sino el roce entre sus cuerpos. Fantaseaba con besos, miradas de amor, largos abrazos. Se entregaba a su amante con devoción, casi con dolor. Al final, vencido por el sueño o las lágrimas, en una última sumisión de la realidad a la fantasía, la mano del otro muchacho se acercaba a la lámpara de noche y presionaba el interruptor, devolviéndolo a la soledad.
Yo tardé más que Jorge en saberlo, y los hay que no lo saben nunca. Señalo un culpable: la Iglesia, el virus inoculado en la sociedad a través de siglos y siglos, la infamia y la mentira, los prejuicios sobre un amor que es como cualquier otro amor: natural y real. Sueño con una mano que arranque fuera de este mundo toda esa costra putrefacta que entumece al hombre, que lo hace preso en vez de libre, que ensombrece lo que debería ser bañado por la limpia luz que en tantos pasajes del Nuevo Testamento desprende Jesús, tan lejos de la oscuridad en la que los sueños de Jorge -o los míos- tuvieron que ocultarse.

No hay comentarios: