8 de diciembre de 2008

Tú y todos vosotros

(Tengo algunos relatos escritos de hace años, y me he decidido a darles salida en este blog. Este es el primero, y uno de los más antiguos)

Allí estaban. Él la había tomado un instante por la cintura, y ella le había mostrado apenas su mejilla. Un beso. Fugaz, casi inexistente. Sin embargo, el tacto de los labios resbalando sobre la humedad permanecería. Desde la perspectiva que me ofrecía la ventana de mi dormitorio, un pequeño ajuste en el enfoque y una breve exposición de la película a la exigua luz de la mañana habían obrado el milagro.

Una bofetada. El viento de infinitas agujas de hielo que se clavan en cada uno de los poros. Siempre la misma escena. La vieja vagabunda duerme a la puerta de la panadería. Dejan la puerta abierta para que, durante unas horas, el calor de los hornos la cobije. Hasta que sea de día y descubra sobresaltada que yo la apunto con el objetivo.

Gritos, risas, y algún que otro lamento. Madres y padres arrastran a sus hijos a la entrada del colegio. Desfile de gorros, guantes y bufandas de todos los colores. El arcoíris contra la niebla. Una niña entra rezagada, sola. No lleva gorro, ni guantes, ni bufanda. Tan sólo un fino abrigo de perla. Pero parece no tener frío. Su melena ámbar aletea orgullosa. La sigo, echo a correr tras ella y finjo retratar el corredor por el que se aleja de mí. Se vuelve, y sus ojos de coral bañado por la primera luz del amanecer delatan su conciencia de ser la protagonista.

El mismo banco. Las palomas revolotean alrededor. Yo también espero a que él aparezca. Siempre aseado, con unas gotitas encima de colonia, ni una arruga en su camisa. Saludando con brevedad a las personas que se cruzan en su camino. Desplegando imperceptiblemente su mano derecha, con la izquierda en el bolsillo ahuecada sobre la bolsa de granos de maíz. Pero hoy no vendrá, un remolino de hojas secas denuncia su ausencia. Fotografiaré mi débil sombra proyectada sobre el círculo.

El sol, un borrón mate que se congela lentamente. El cielo es una enorme ala blanca desplegada sobre la ciudad. El sol es un agujero en el ala. El ala se agita, mece la ciudad en el sueño invernal. Ingrávidas plumas empiezan a desprenderse sin dolor salpicando el asfalto. Una pandilla de chicos y chicas se tiran bolas de nieve entre gritos y carcajadas. Retrato su alegría, les envidio.

Los hombres vociferan por encima del elevado volumen del televisor, compartiendo ese codo apoyado en la barra y el cenicero rebosado de cigarrillos apurados. Cada cigarrillo un sensible giro de las agujas del reloj. Cada palabra una protesta contra esa obligación de estar allí, de hacer algo que justifique la respiración, ese roer del estómago a mediodía. Sí, yo no era del barrio, nunca había estado en ese bar. “Bueno, me dedico a hacer fotos”. Explicación inútil, aunque válida como tantas otras. Se empeñan en que les saque una a ellos, y yo en realidad lo estaba deseando, aunque sólo fuera por contemplar cómo posan sonrientes, con el vaso en la mano o llevándoselo a los labios mientras gritan abrazados por los hombros.

Sus tacones clavan los segundos con precisión, ahogando mis desacompasados pasos que tratan de imitar los suyos. Se detiene, extrae de su pequeño bolso un estuche de pintalabios provisto de un pequeño espejo y perfila un contorno que había intuido difuminado. Todos sus movimientos impregnados de una perfección natural, como sus rasgos afilados. Se dirigía sin duda a la boca del metro.

Viajabas sentada en el regazo de tu madre. El sueño te ganaba lentamente y te obligaba a inclinar tu cabeza sobre su pecho. Ella arrastraba los zapatos sobre el suelo. Yo os miraba, y me dio por imaginar la sonrisa de tu madre al verte por primera vez. No encontraba adjetivos para esa sonrisa, o no me apetecía encontrarlos, simplemente deseaba que ese recuerdo robado permaneciese en mi memoria para siempre. Podía sacar mi cámara de nuevo, o también podía saltar de ese recuerdo a otro, como ahora salto del recuerdo de aquel momento al momento en el que escribo, porque los pensamientos se desvanecen cuando uno deja de soñarlos. Y si quisiera continuar este relato, tendría que seguir fingiendo que tú y todos vosotros existís. No soy fotógrafo, solamente escribo. Pero qué más da una foto, un papel... Nada podrá fijar vuestro retrato. Y para mí es triste terminar: al llegar al final de línea, tu madre te tomó en sus brazos, se levantó, y bajó del vagón llevándose con ella el desenlace de esta historia y quién sabe cuántas más.

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