31 de enero de 2006

Aprendo

Desde que tengo que utilizar el metro para ir a trabajar, me he propuesto convertir esa hora y pico diaria en algo más que un tedioso recorrido subterráneo. En el metro miro a la gente acaso con más penetración que en cualquier otro lugar. Creo, incluso, que he llegado a verdades íntimas gracias ese voyeurismo que no es sino una mirada a mi propia persona.

Esta mañana, en la marea humana que se agolpaba en mi vagón, reparé al azar en un chico más o menos de mi edad. Inevitablemente, lo primero en que me fijé fue su físico. Digo inevitablemente porque siempre olvidamos que lo esencial es invisible a los ojos, a pesar de que –yo el primero– los que lo hemos leído pongamos por las nubes El Principito de Saint-Exupéry. Lo que importa es que el primer pensamiento que me vino a la mente fue que él no me gustaba en conjunto. ¿Su corpulencia, una cara demasiado anodina? No lo sé, es el tipo de cosas que no tienen explicación. Pero reparé en que su mirada era bella y que, sobre todo, irradiaba un brillo que conservaba toda la inocencia del niño que fue. Y así me cautivó y no pude dejar de observar su rostro que, poco a poco, se me antojaba menos vulgar, y en él iba descubriendo trazos amables, y al descansar mis ojos en sus pómulos, sus labios, sus orejas semicubiertas por el pelo suave, recién lavado, mi sensación inicial pareció negarse.

No es mi tipo, pensé.

...

¿No es mi qué?... ¿De qué me estaba defendiendo? Por suerte, el amor me ha hecho más sensible de lo que era, y cada vez me engaño menos. Yo a este chico podría abrazarle, me respondí de inmediato. Entonces, incapaz de contener la sonrisa me imaginé acercándome a él, sentí el contacto de nuestras mejillas y absorbí el olor –tal vez intensamente dulce– de su cuerpo.

Me escuché diciéndole: qué tierno eres...

No sé si este chico necesitaba que se lo dijera, no sé qué hubiera pensado si lo hubiera hecho, pero sí sé que muchas personas se sentirían reconfortadas si nadie reprimiera esos impulsos que –ahora lo sé– surgen cuando nos tomamos el tiempo de observar a alguien desnudando nuestra alma, tratando de ver lo mejor de ese ser que, como tú y como yo, tiene ilusiones perdidas, trabaja demasiadas horas, disfruta demasiado poco, navega a la deriva en este océano donde olas de amor y sufrimiento se entremezclan en furiosa tempestad sin saber nunca cuál va a abatirnos bajo su peso.

Deja que te diga algo: qué tierno eres...

5 comentarios:

Vulcano Lover dijo...

Es un ejercicio que he probado antes. Me encanta tu "seductor revisado". Un Don Giovanni humanista que reconforta almas... El instinto físico es sólo un primer nivel. Tendremos muchas cosas de las que hablar, cada día lo sé mejor ¿no crees?

Nepomuk dijo...

Pues nada. Ocasión magnífica para pedirle que te dibujara un cordero.

León Sierra dijo...

siempre, siempre, siempre...

siempre deseo poder parar la vida y hacer algo que deseo o pienso mientras me desnudo a ojos de los demás....

¿Por qué no lo hago?

Anónimo dijo...

Tú si que eres tierno...
Ya es inevitable: apuntado el 17 en el Naranja...

Gustavo Liévano dijo...

Yo me enamoré de alguien cuya valentía le llevó a decir esas y muchas otras palabras al vacío que era mi vida en ese instante. Sin esperar nada a cambio, ni siquiera una respuesta.

Así me domesticaron, como al zorrito de El Principito. Y no recuerdo haber sido nunca tan feliz.

Desde ese momento intento yo también ser valiente, y de desnudarle en cada conversación, cada mensaje y cada abrazo.