9 de mayo de 2009

Séraphine

Cartel de Séraphine

Los biopics suelen pecar de un excesivo apego a la realidad que pretenden retratar. Eso hace que muchas veces pierdan incluso verosimilitud, pues bien sabemos que la verdad no siempre es lo más satisfactorio narrativamente. Otro defecto habitual, sobre todo en los biopics facturados en Hollywood, es que se centran en los eventos más sobresalientes de la vida del protagonista, lo que los convierte en un tour de force que no dota de cuerpo y alma a la persona, sino que la convierte en un puching-ball golpeado por el devenir o un héroe distinguido del resto de los seres humanos cuyas frases siempre son precisas, grandilocuentes, falsas en definitiva. Séraphine, ganadora de siete premios César 2009 (entre ellos los de mejor película, mejor guión, y mejor actriz), no solo sortea todos los tópicos de las películas biográficas sino que a fuerza de mostrarnos también momentos cotidianos, aparentemente insignificantes, forja un crescendo cuya cúspide es el paisaje elegíaco, de un poder visual y coherencia con el relato estremecedores, que cierra la película.

Primer plano de Séraphine: la luna proyecta su destello sobre una charca. Segundo plano y último de la escena inicial: unas manos flotan sobre la superficie, tal vez el cuerpo al que pertenecen está caminando en el fango bajo las aguas. Hablar sin más de "planos" en esta escena y en tantas otras de Séraphine significa anteponer injustamente la técnica con la que están diseñados a la emoción que resulta de su factura, pues son estas las primeras pinceladas de una película cuyo guión es un lienzo trabajado con paciencia, sin brochazos, fruto del esmero del director y co-guionista Martin Provost para que la protagonista cobre vida lentamente, desvelando con herramientas del thriller pero con el tempo de un Bergman, un Antonioni, el secreto que Séraphine Louis, una mísera sirvienta despreciada por la dueña de la residencia donde ejerce de mujer de la limpieza, esconde.

Escena de Séraphine

En un guiño a Centauros del desierto (un personaje llega, y sabemos que será clave), acentuado por las numerosas puertas y ventanas que durante el film se abren a horizontes, jardines y bosques en este caso, el coleccionista alemán de pintura Wilhelm Uhde alquila una habitación en la residencia. El lugar es Senlis, un pequeño pueblo a unos cincuenta kilómetros de París, y el año es 1912, casi en preguerra. No sabemos por qué Wilhelm se ha retirado allí, será poco a poco como intuiremos y confirmaremos su confusión de los sentimientos (superada no obstante a su edad y transformada en calvario) que diría ese otro maestro ‒coetáneo y casualmente fallecido tan solo unos meses antes que Séraphine‒ de las historias dibujadas con pulso preciso que fue Stefan Zweig. De hecho, y esto es lo más sobresaliente del guión, Wilhelm, por su verdad desgarradora, su propio secreto, se convierte en co-protagonista, de forma que él y su compleja relación con Séraphine tejida en torno a lo que ambos ocultan, terminarán siendo nodos narrativos que desactiven los peligros mencionados anteriormente de un biopic que, como en el fondo sugiero de Séraphine, no es tal.

Cuadro de Séraphine de Senlis

"Yo también, cuando lo miro tengo miedo de lo que hago". ¿Podría resumir mejor una frase la furia creativa, el asombro del artista ante al arte que emana de sí mismo? Séraphine está loca, cierto, y el arrebato místico que le empuja a pintar es fruto de una vida dura, de trabajo y privación, y también de un trauma de su pasado que se desvelará con sutileza dejando entrever el origen de su locura. Pero si algo deja claro el film es que en el centro de esa mente enferma hubo más coraje, más lucidez, más verdad llevada al límite que en cualquiera de los cuerdos que la rodeaban. Solo Wilhelm es capaz de desvelar al mundo su talento, si bien el estallido de la guerra y, ante todo, su turbulenta existencia solo apaciguada por el amor y entrega incondicional de su hermana Anne Marie, le llevan a abandonar a su suerte a Séraphine hasta que en 1927, más bien por casualidad y cuando prefería creerla muerta, acaba visitándola de nuevo y nace Séraphine de Senlis, la pintora hecha por completo a sí misma, la visionaria anticipada a su tiempo y deudora sin conocerlo del primitivismo medieval, la mujer que brevemente conocerá la gloria jamás sospechada ni buscada.

La fotografía, la dirección artística, la música, y el vestuario, son el resto de aspectos de Séraphine premiados en los últimos César. Nada que añadir, solo apuntar que en una película tan íntimamente ligada al arte pictórico adquieren especial relieve al punto de que sin esa excelencia tal vez no estaríamos hablando de uno de los estrenos de 2009 que recordaremos cuando pase el tiempo. Como recordaremos, sin duda, todo lo que se esboza en los delicados trazos de un cabello despeinado, un pecho escuálido, una mirada sin palabras. La lucha de Séraphine, su piedad, su orgullo. La culpa de Wilhelm, su hermetismo, su generosidad caprichosa. En definitiva: amores, pasiones, lazos invisibles a los ojos y, justamente por ello, esenciales.


Séraphine, o el cuento de la Cenicienta con demoledora crítica social y sin final feliz.

No hay comentarios: