20 de junio de 2005

Noche de sábado

En el apartado café, las risas pronto habían vencido la tensión del comienzo, y tu mirada ya se había detenido en mí acaso más de lo que tu timidez habría permitido. Cuando me preguntaste la hora, no pudimos creer aquella insensata combinación de agujas. Entonces lo supe, lo supimos. Una brisa fresca penetraba la noche, no teníamos ganas de detener nuestro paseo entre fachadas iluminadas y esquinas solitarias. Me acompañaste un buen rato hasta que hubo que decidir. Aún estábamos más cerca de tu casa que de la mía, y sólo parecía natural que ahora te acompañase yo, que en tu portal alguien dijera algo, alguien riese, que al punto me encontrase entrando tras de ti, bajando los ojos en el ascensor, sentándome en el sofá. Luego tomaste mi mano y me llevaste por las estrechas escaleras hasta el piso de arriba, tu habitación abuhardillada, con tus papeles y tus libros esparcidos sobre la moqueta, tu pequeña vida. Arrojaste las zapatillas con indolencia, te pusiste de pie sobre la cama y te asomaste al cielo de Madrid, a los tejados, a las cúpulas de iglesias y las ventanas que a esas horas todavía dejaban escapar la luz de una lámpara, las risas de unos amantes. Cómo evitar que me asomara contigo y, perdido en el brillo de tus ojos, tu boca abierta invitando a mis labios, te besara, te rodeara con mis brazos, te dijera lo que alguno de los dos tenía que decir bajo ese cielo, en el vértigo de los tejados, y tú sonrieras y tirases de mí hacia abajo, me tumbaras sobre el colchón y desabrochases mi camisa.

Tus formas, el equilibrio de tu cuerpo me excitaba con cada abrazo, cada beso, cada ascenso a la cima, y fue en un momento que quedé boca arriba cuando sorprendí nuestro reflejo en el cristal, recortado contra el cielo nocturno. Tú nunca habías descubierto las posibilidades de esa ventana semiabierta, y te quedaste absorto... cómo me divirtió ese poder del morbo sobre tu inocencia, ese rapto en tu mirada, tu laxitud propicia para mis renovados avances sobre tu anatomía. Más tarde nos quedamos abrazados, nuestra piel en sudor recibiendo los empujes de la brisa que tan a menudo en Madrid refresca la madrugadas de verano.

Partí al amanecer, cuando el cielo viraba al violeta y la ciudad despertaba. Alguno de tus lamentos casi logró retenerme, pero tal vez no era lo mejor, así que preferí esos besos zalameros a una prolongación de algo que por esa noche había dado de sí mucho más de lo que había imaginado y, cuando salí de tu portal y contemplé a los primeros tenderos que empezaban a preparar sus puestos del rastro, el camión de limpieza avanzando pesadamente al bañar las aceras, los semáforos cambiando de color ajenos al vacío, al silencio de las avenidas desiertas, supe que no me había equivocado, que tenía ganas de verte pronto, cariño. Muy pronto.

13 de junio de 2005

Dejándose llevar

Laura se despereza en el umbral del dormitorio. Descalza, subiéndose un tirante del camisón, siente cómo la indolencia matinal esponja la realidad y la convierte en algo lejano, inofensivo. David aún duerme, y ella se vuelve para observarle. Está despeinado, la chaqueta arrugada del pijama deja su ombligo al descubierto. Algo se despierta en Laura, sin tampoco saber muy bien el qué.

Ante el espejo del baño, mientras extiende la crema hidratante sobre sus pómulos, recuerda que pronto llegará Jennifer y, como primera actividad mental del día, empieza a repasar algunos detalles de la noche anterior. Miedo le da entrar en la cocina. La cena de inauguración de la casa fue un completo éxito, pero el estropicio provocado casi le escandaliza al contemplarlo. Antes de que la tostadora libere las rebanadas suena el timbre. "Permiso", murmura la asistenta al pasar al lado de Laura. Deslizando lentamente el cuchillo cargado de mermelada sobre las tostadas, la visualiza en el cuarto de servicio descalzándose, quitándose el vestido para ponerse el delantal, recogiendo su cabellera en una coleta.

El chirrido de la cafetera ahoga el golpe de nudillos de Jennifer en la puerta, sus pasos ligeros arrastrando el carrito de limpieza. Laura da mordiscos a una tostada apoyada en la encimera, al tiempo que observa a Jennifer agachada con la cabeza casi dentro del horno, frotando enérgicamente su interior. Menos mal que no es ella quien tiene que limpiar todo aquello, piensa fijando su mirada en las pantorrillas de la asistenta agitándose en el esfuerzo, su piel oscura cubriéndose de sudor. Al acabar su café, deja la taza como puede en la fregadera atestada de vajilla, pero con tanta displicencia que inevitablemente cae y se despedaza contra el suelo de mármol. "¿Señora?...", pregunta al instante Jennifer, y echa a caminar a gatas hacia los fragmentos. Al tratar de ponerse en cuclillas para ayudarla, Laura se desequilibra y tiene que agarrarse a los hombros de Jennifer. Le entra la risa tonta, y la muchacha pronto se contagia de esa alegría doméstica al punto de no alarmarse cuando Laura deja resbalar sus dedos sobre su nuca, la raíz de sus cabellos. Sólo la estampa de David en la puerta corta en seco las risas y los juegos.