31 de octubre de 2005

El mar no cesa

Impotente. Mi proa hecha trizas al contacto con otra piel. Navegar en la tempestad es una osadía y yo, que hace un tiempo que no escondo la cabeza, me declaro humano. Confieso que he varado. Me dispongo a recoger velas y acostar en una isla tranquila. Allí me desnudaré (esto el comienzo) y dejaré que el aire me desentumezca.

Hasta que el mar me llame con su arrullo, hasta el próximo naufragio.

Bosque

Entonces estaba equivocado... Me mintió el ocaso, me burlaron las madrugadas de desnudos entre cigarrillos y velas. Todas esas palabras, esos paréntesis que encerraban otros paréntesis, eran un bosque. Y en él me perdí. Me perdí porque quería perderme, no lo niego. ¿Quién querría salir? ¿Quién no desearía abrazarse a esos troncos, lavar sus manos en las lagunas o clavar las rodillas en la tierra? ¿Quién no se tumbaría en hojas secas y perseguiría los destellos del último sol? ¿Quién no rozaría la locura en las noches de invierno, cuando la humedad flota, se pega a la piel y nos incita a devorar otra piel húmeda y palpitante? ¿Quién no soñaría con deshacer su mundo y convertir ese bosque en su morada?

Después de perderme en tu bosque, dime qué podrán significar otros.

29 de octubre de 2005

Paseo

Un paseo por mi ciudad... Llamo mi ciudad al lugar donde nací, pero desnudemos de toda connotación al posesivo. Porque si empezamos a darle connotaciones, me ahogo. Pasear por mi ciudad es asistir a una procesión de espectros. La luz, siempre bella en mi ciudad a esta hora de la tarde, es engañosa. Arroja un brillo inútil sobre pieles ya muertas. Veo cadáveres sentados en bancos de parque, cadáveres al volante, cadáveres vestidos de domingo cogidos de la mano. También mis recuerdos −no, esos no murieron− me revisitan, porque un paseo por mi ciudad es un paseo por mis recuerdos, y la mayoría me devuelven a cuando yo no era nadie, cuando por no ser no era ni yo. No me reconozco, no quiero identificarme con aquel niño extrañado, aquel adolescente amargo que quién sabe cómo dejó su ciudad para que su ciudad fuera su ciudad. El problema es que cuando vuelve, cuando vuelvo, un simple paseo le agobia, le hace ver fantasmas. Mi cudad se convierte en un monstruo de cemento y memoria.

27 de octubre de 2005

Norte

Fui a tu ciudad y vi sombras danzar en la niebla
Vi niños correr libres en la colina
Vi horizontes habitados
Por ojos que quieren ver lo que aún no es

Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad


Fui a tu ciudad y escuché su rumor incesante
Escuché la lluvia caer en la arena
Escuché risas de amantes
El eco de lo que pudo ser y ya no fue

Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad


Nunca te extrañé tanto como allí
Tu ciudad me hablaba de ti
Pero tu rastro lo borró
La tempestad

Y pensé
En quedarme a vivir
En tu ciudad

26 de octubre de 2005

Volver

El tren se desliza
Se borra el paisaje
Pero permanece mi melancolía
La tormenta crece en el horizonte

Vuelvo a casa otra vez
A nuestra ciudad
Y no me esperarás

Este lento atardecer
Me invita a soñar
Sí... ¿pero dónde estás?


Si cierro los ojos
Puedo imaginar
Que tú viajas sin moverte de mi lado
Que el calor de tu cuerpo me cobija

Vuelvo a casa otra vez
A nuestra ciudad
Y no me esperarás

Este lento atardecer
Me invita a soñar
Sí... ¿pero dónde estás?

25 de octubre de 2005

Islas, horizontes

De adolescente pasé mucho tiempo, demasiado, a oscuras en mi cuarto. Escuchaba música con los cascos. Muy alta, tan alta que impedía pensamiento alguno. Sin embargo, el volumen ensordecedor no aplacaba un ahogo que se revelaba en ansia. No sabía cuál era mi problema, pero sí sabía que la vida no podía ser eso: un chico de 16 años encerrado en su dormitorio noche tras noche. Había una parte de mí que ya no crecía conmigo, que se había quedado en los primeros, inconscientes deseos de la infancia, cuando en los vestuarios de mi colegio me quedaba mirando el torso de algunos de mis compañeros, los más guapos. O sus piernas, su sonrisa, algún detalle... Era natural, normal. Luego no, luego fue imposible. Y ahí quedó mi deseo, atrapado en una isla. Tuve que inventarme otro, postizo, forzado. Quizás de ahí ese ahogo, ese ansia, ese acopio de sensaciones intensas pero invariablemente solitarias, acumuladas en viajes al extranjero, atardeceres barridos por el cierzo o primeras sesiones de butacas vacías.

Ayer escribí una canción. Bueno, comencé a escribirla pero tuve que parar. Me costaba encontrar las palabras. Quería infundir esperanza en ese muchacho, porque afortunadamente hubo un futuro mejor para él y pudo ser libre para amar, en el sufrimiento y en la plenitud, pero libre. Hoy quizás pueda acabarla.

24 de octubre de 2005

Rimas

Escribo rimas siempre que voy en metro. Observo que mi jersey es del mismo color que el de la chica que tengo al lado y que casualmente me cae bien, esa sensación difícil de justificar que a veces tenemos de alguien a quien no conocemos. Estoy escuchando una canción triste en mi discman y en el rostro de un chico sentado en el que me llevo fijando un buen rato se dibuja una mueca de amargura. Las puertas del vagón se abren cuando en mi mente entreveo nuevos horizontes. El tren se para en un túnel al tiempo que siento que mi vida no avanza... Otras veces ocurre al revés, como cuando contemplo juntas a dos personas que no riman en absoluto, pongamos un traje gris contra un vestido amarillo, un corte masculino a la última desafiando a un cabello con raya a la derecha, o una mochila de colegio fucsia frente a un maletín de ejecutivo… Y como siempre, nada es al azar.

20 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (VII y último)

Dame la fantasía, dame noches de ojos abiertos, mediodías entre sábanas y domingos sin ocaso, dame horizontes posibles... dame el tiempo que me falta, llantos de alegría y risas de tristeza, dame un cuerpo para abrazar... dame un mundo de los dos, dame tantos besos que no pueda vivir sin ellos, dame lujuria, dame las ganas de comernos a bocados la vida... dame lo que yo te daría, porque yo te daría lo que no te atreves a pedir, te lo daría todo.

Dame recuerdos improbables, amor...

19 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (VI)

Habías venido a mi casa para hacer el amor, no hizo falta una copa ni torpes equívocos. Te besé en la cocina tomando tu nuca en mi mano, tú cerraste los ojos y me besaste con todo. Te amaba, no necesitaba nada más. Las horas que pasamos en mi cama fueron horas de olvido y fuga. Al final te pregunté si querías quedarte, y aunque entendí tu silencio, no pude reprimir un latigazo de dolor cuando cerré la puerta tras de ti y te alejaste hacia las escaleras envuelto en sombras de madrugada.

17 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (V)

No creo que me recuerdes, yo era el chico que siempre estaba en la puerta cuando salías de tu clase de violín, te había descubierto un día, tan sólo paseaba por el barrio una tarde de otoño y te había visto salir con una compañera tuya, me fijé en ti y me dije en aquel instante que tenía que recordar tu rostro para reconocerte la próxima vez, porque habría una próxima vez, pero tú nunca, nunca me miraste durante aquellos meses en que yo te vi salir de clase, aquellos meses en que la luz fue cambiando, en que nos crecía el pelo, mudábamos de ropa... pero siempre en el mismo lugar, a la misma hora, y a veces salías más alegre que otras, tu sonrisa adueñándose de un rostro tal vez demasiado grave, demasiado hermoso, y fue poco a poco, hilando retazos de conversaciones escuchadas a medias, que supe tu nombre, Carlos, supe tu edad, dónde vivías... te seguí en más de una ocasión, lo admito, reproduje tus pasos hacia el metro, tu recorrido hasta el final de la línea, tu breve camino a casa, incluso a veces cruzaba de acera y me quedaba un rato frente al edificio deseando verte a través de alguna ventana, quizás desnudándote ajeno a mi mirada... tampoco aquello sucedió nunca, y un día, no sé por qué, me quedé en tu portal un buen rato, qué esperaba, qué quería descubrir, no lo sé, sólo recuerdo una escena, un hombre que llega, su mirada clavada en mí tal vez sugiriendo algo, llamando indeciso a un piso, preguntando por Marcos y tu voz respondiendo: "Sí, sube".

13 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (IV)

Tenías esa forma de ser por la que yo te amaba sin límite pero, curiosamente, sin saber muy bien por qué, y es que de pronto me traías un trozo de tarta que habías cocinado o me hablabas de tu pasión por los pingüinos y, cómo explicarlo, mi garganta se estrechaba ahogando las palabras que nunca, nunca podrían explicar lo que entonces sentía.

Recuerdos improbables (III)

Fui a tu ciudad y vi torres encendidas en fuego,
vi sombras danzar en la bahía,
vi el vapor espectral, flotante,
vi la caricia del cielo y la tierra,
vi una lengua besar el mar,
vi olas contra los acantilados,
vi gaviotas detener sus alas en la brisa,
vi ojos habitar el horizonte,
vi niños correr en la colina,
vi plazas solitarias sobrevivir al tiempo... y escuché,
escuché crujir las amarras,
escuché sirenas de barcos en la distancia,
escuché el rumor perpetuo de la ciudad marina,
escuché la lluvia golpear la arena,
escuché risas de amantes encaramados a un promontorio crepuscular,
escuché la espuma crepitar vencida,
escuché el eco de lo que no vivimos.
Fui a tu ciudad
para encontrarte.

7 de octubre de 2005

Recuerdos improbables (II)

Tenías un poema escrito en papel de seda malva pegado en la pared. Nunca hablábamos, pero cuando pasaba por tu escritorio siempre me fijaba en él, en ti. Estaba caligrafiado con pluma de tinta color plata. Llegué a memorizarlo, aprovechaba cuando ya te habías marchado a casa y la luz de la tarde bañaba el malva, acaso como bañaría la isla de la que hablaba el poema, para leerlo a placer sentado en tu silla, con las manos sobre tu mesa como tú acostumbrabas a ponerlas, viendo la playa, el acantilado, el mar, con tus ojos. Era el instante que siempre esperaba, no porque prefiriera que te fueras, sino para sentirte mío. Un día, al irte, comenzaste a despegar el poema, te volviste a mí y me dijiste: “Hoy es mi último día”. Yo no respondí, náufrago como me dejabas de ti, de nuestra isla.

Recuerdos improbables (I)

Recuerdo aquella noche, el viento, el frío. Volvíamos a casa, no lo habíamos pasado mal con toda esa gente, aunque lo mejor había sido estar contigo. Caminábamos tiritando, riéndonos a carcajadas de cualquier tontería. Sólo a veces nuestros abrigos se rozaban sin querer, tal vez nuestros guantes... Alguien tenía que coger un taxi, pero ninguno era el primero. También, a veces, nos mirábamos sin detener la mirada. Hasta que tropecé con aquella valla. Tú me agarraste y, no sé por qué, no me preguntes por qué te abracé y hundí mi cabeza en la curva de tu cuello, por qué rocé mi mejilla contra tu mejilla y absorbí tu aroma, por qué tomé tu cabeza entre mis manos y te dije: “Sabes que te quiero”.

5 de octubre de 2005

+ plbrs

Esto es todo, y todo se resume en esto: nada. Empeñado en escoger palabras para explicar esto que me ocurre. Pero nada se explica, y menos aún con palabras. Todo es así de complicado, la sencillez es mentirosa. Estoy harto de mentiras, harto de palabras. ¿Las ves? Una tras otra, una tras otra... Si total, luego se olvidan. Pero se empeñan... Una y otra, una y otra... T quieres kitar de aí? Mira k t dformo y vs a vr n k t kdas! ahora k, e? mirat, stas ridcula! sin acntos ni vcls! Kasi ni s t ntiend! t usare, plbr, km kn usa un klnx! slo asi pdre dcir k l amr m duel, k l fturo m da miedo o k a vcs m abrro y n s k hacr. slo asi knfieso k hay dias n k n m lvantria d l kma, n haria otr ksa k mastrbrm y dormr, mastrbrm y dormr... dias k pdria brrar dl klndario sin dlor... tb s crto k a vcs m snto fliz, tn fliz k tngo miedo (mldito miedo, n t djas rducir), tn fliz k l dlor s olvida... pro sto s una glpollez, l msmo s entiende l k digo y al final lo único que está claro es que necesito las palabras, deformantes, deformadas, como sea, para poder al menos pensar en esto, esto que es todo y es nada, pero que soy yo. Yo, ni + ni -! :-)

1 de octubre de 2005

El Reencuentro

Sara se maquillaba frente al espejo sin que sus ojos llegasen a traspasarlo y alcanzaran el otro lado donde habrían encontrado la reproducción acaso demasiado perfecta de la realidad, y aunque su cuerpo formara parte de aquella imagen, su mente hacía horas que vagaba en otras coordenadas del espacio y del tiempo. Sólo tenía unos minutos para arreglarse y salir por la puerta, se había demorado demasiado decidiendo qué ponerse para su cita. Al final, entre la montaña de ropa que se había formado sobre su cama, había tirado de un trozo de tela que asomaba como una lengua de lava y había brotado un vestido que no recordaba haber estrenado. Se había quitado a toda prisa el camisón y había dejado resbalar la seda sobre su cuerpo desnudo. Se miró en el espejo del armario. Sí, era lo que estaba buscando. No pudo evitar que un rubor quemase sus mejillas al pensar que a su edad, ese vestido le sentaba mejor que a muchas jovencitas. Por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta que todavía podía presumir de sus largas piernas, cuya piel conservaba el brillo de los veinte años, o su pelo, no en vano a Roberto su melena cobriza siempre le había vuelto loco y era cierto que muchas veces había hundido sus manos en su cabellera cuando hacían el amor, y también su rostro, poseído por esa belleza atemporal o tal vez remota, inexplicable y por ello sublime como él se aventuraba a proclamar en sus momentos más wilderianos, y que había despertado a lo largo de su vida idéntica admiración.

No se acordaba de la última vez que había estado tan nerviosa. Su pulso le fallaba al tratar de perfilar la raya sobre el contorno de los párpados. Olvidada del presente, había iniciado un largo viaje en el tiempo que, sin embargo, para ella era como si del día anterior se tratase aunque ya hiciera bastantes años que lo suyo con Roberto había terminado. Le había conocido en una sala de arte cerca del Retiro donde ella presentaba sus cuadros en una exposición temporal. Aquella tarde se preservaba intacta en su memoria. Era el día de la inauguración, él era amigo del dueño de la sala y había acudido por curiosidad. Había oído de la espiritualidad que emanaban las pinturas de Sara. No podían calificarse de meramente figurativas. En sus retratos o paisajes siempre conseguía capturar la esencia de lo retratado, y no sólo la esencia, sino que parecía anticiparse al impacto de esas visiones robadas de la realidad en la consciencia de quienes luego contemplarían esos cuadros, y ponerse delante de ellos era dejarse habitar por las texturas de luz, los contrastes de color, la desmesurada vividez de los objetos, seres y horizontes a cuyos límites con el mundo lograrían asomarse con suerte los ojos del observador. De esta forma, tras permanecer durante unos minutos delante de una de sus pinturas – Despierta el alba, recordaba Sara – y llorar con llanto de tormenta, como en pocos hombres había visto y que tanto la impresionó, se había acercado a ella y tan sólo le había dado las gracias, nada más que una palabra y, no obstante, dos sílabas habían bastado para que los caminos de sus vidas se fundieran en una misma encrucijada, la que aquella tarde los mantuvo unidos una vez la fiesta terminó y las luces de la sala se apagaron. Luego se habían dejado llevar, sus pasos guiados por la certeza de que no hacía falta convenir nada en aquel crepúsculo del mes de febrero, opaco y sombrío como sólo en Madrid en aquellas calles al lado del Paseo del Prado donde la ciudad juega a ser París, y quizás por eso eligieron más adelante esas calles para proponerse citas sin lugar ni hora precisos, y entonces fueron ellos quienes jugaron durante aquel tiempo a ser Horacio y Lucía, convencidos de que jamás llegarían al final del juego. Se había levantado viento, las copas de los árboles murmuraban y ellos seguían sin hablar, para qué si al fin y al cabo todo eso no los pillaba de adolescentes, si tantas veces habían conocido esa sensación sin nombre de casi querer a la otra persona aunque apenas se la conozca, de desear comerse a besos la boca que tiembla al ser contemplada, con otra boca que también tiembla y que tiene miedo de pronunciar cualquier palabra, el temor a equivocarse si expresara lo que se desvanecería al hacerse verbo, aquello que estallaba en sus cabezas, y sólo a la altura del museo, sin que supieran ya muy bien adónde iban, si es que en una tarde de invierno alcanzase uno a saber qué camino tomar cuando Madrid se difumina bajo la luz de las farolas, se habían acercado el uno al otro, no para escuchar mejor lo que al fin pudieran decirse, sino para matar esas ganas que tenían de comerse a besos, de abrazar el cuerpo deseado y palpar sus desconocidas formas que inevitablemente se añadirían a la memoria de los amantes por un día, un año, o una eternidad.

Cuando salió a la calle, le costó mucho esfuerzo comprobar que no era invierno, y que aquellas tampoco eran las calles de detrás del Museo del Prado. Era verano, y la calle era una de las que bajaban de la Plaza de la Paja. A aquella hora, los chiquillos corrían entre las mesas de las terrazas, los jóvenes bohemios y los turistas caminaban a paso lento admirando la belleza del Madrid más mayestático, y ella era una mujer de rojo que volaba hacia su cita con el tiempo. Él la había llamado el día anterior, había vuelto, y al escuchar su voz supo que era cierto, que por mucho que todos esos años hubiera tratado de olvidarle en otras calles y en otras camas, aferrándose a otros cuerpos, arrinconando sus recuerdos o mutándolos en pinceladas acaso más sutiles o aceradas según el momento, vertiendo su dolor sobre los lienzos que poco a poco habían ido revelando más el alma de la artista que la realidad que intentaba capturar, todavía le quería. Y no sólo eso, le amaba más que nunca, porque cómo podría compararte a un día de verano, si tú eres más hermoso y sosegado, y aunque tempestuosos vientos agiten los delicados brotes de mayo, el eterno verano no se apagará, y hubo un tiempo en que pensé que había sido mejor separarnos si bien nuestro amor era uno solo, y por más que nada pudiera devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor, encontraría la fuerza en lo que queda atrás, creí como una boba las palabras de los poetas, pero me equivoqué, y las flores estivales no volvieron nunca a brotar. Habíamos recorrido juntos selvas y desiertos, estaciones y aeropuertos, caminos de la fantasía y rincones de nuestra ciudad amada, seguros de que el tiempo no se agotaría, bebiendo la luz de las estrellas y el fulgor del sol de la mañana, yo en ti y tú en mí, en el vértice donde los opuestos se encuentran. Mi arte se adentró en dimensiones desconocidas, y los objetos ya no eran sólo objetos, y en cada molécula de vida hallaba nuevas realidades, nuevas formas, mi consciencia expandiendo la percepción de un mundo que se abría ante mí desvelándome su verdad, la verdad del amor. Cuántas tardes ante el lienzo, en cualquier plaza o en mi sala de pintura, y tú a mi lado, tu simple presencia mi talismán, embarcada en una lucha contra esos pinceles nunca demasiado finos, esa tela nunca demasiado transpirante, y eran mis herramientas las que imponían sus límites a mi inspiración, y fueron aquellos cuadros los que me encumbraron a lo que ahora soy, sin que jamás haya sido capaz de volver a pintar así, y es que Madrid nunca fue un escenario tan voluptuoso como en aquel tiempo, y eran su calles la madeja del hilo de Ariadna, porque el laberinto en realidad lo tejía nuestro sueño, y tú fuiste mi mejor Teseo, y juntos inventamos una ciudad nueva que se revelaba impúdica y por vez primera se dejaba penetrar hasta sus entrañas, y es cierto que la apuramos hasta la última gota. Reconozco, en los momentos en que no me nubla el dolor, que había advertido el principio de algo, quizás el principio de un probable fin, esos signos de agotamiento que siempre preferimos soslayar, segundos de duda, de caída del cielo, y sé que te parecerá una tontería... ¿pero te acuerdas de aquella planta con esas hojas tan anchas y magníficas, presidiendo imponente la mesa del salón? Una tarde llegaste a mi casa y me dijiste que te marchabas, te habían ofrecido un contrato de dos años como profesor de creación literaria en una universidad británica que no podías rechazar, no quise saber si lo buscaste o fueron ellos los que te encontraron, pero te ibas, y yo me abracé a ti, los dos de pie en el salón, y entonces la vi, sus hojas se habían marchitado sin que tú ni yo nos diéramos cuenta, un pálido amarillo se había extendido por toda ella como un manto de enfermedad, no recuerdo haberla dejado de regar, y tú me preguntaste si quería marcharme contigo, y yo en ese preciso momento decidí negar lo que en el fondo anhelaba con ansia, preferí abandonar el camino en ese instante de vacilación pensando que de lo contrario nuestros pasos pronto nos llevarían al abismo. ¿Por qué no huí contigo, por qué me venció el miedo a vivir del amor, a sólo poseer en este mundo el objeto de la verdadera devoción, quemar la tierra tras nosotros y devorar ese camino que se abriría ante nuestros pies, si al fin y al cabo terminé muriendo de amor, no poseyendo nada en este mundo, única pobladora de una tierra devastada, y Madrid fue una ciudad de calles sin salida, y el eco de tu voz recitándome los versos de amor más bellos resonaba en las paredes de los edificios, contra el cielo nocturno, y yo te buscaba en cualquier lugar y a cualquier hora segura de que no te encontraría? Años de vacío, de rostros sin memoria, miles de tardes de tempestad sin más paraguas para mi soledad que mis recuerdos, porque no fueron dos años sino muchos más. Y ahora has vuelto, “¿Podemos vernos?”, me has preguntado, y yo te he respondido: “Sí”. Desde ayer no tengo hambre ni sueño, porque un único pensamiento me alimenta y me da la fuerza: tú, tu voz de nuevo, tu cuerpo de nuevo. Otra vez Madrid te devolverá a mis ojos, y si cualquier día me abandono a las calles sin rumbo, podré encontrarte en un recodo del laberinto, parado delante de un escaparate o llorando con tu llanto de tormenta ante el ocaso de una tarde de verano en la Plaza de Oriente, para el que no existen palabras, todavía no se han inventado, como no se ha inventado la forma de decirte lo que siento al verte ahora, tu figura recortada contra la silueta gris del Palacio, tu boca que tiembla al acercarse a mi boca, tu cuerpo agitándose al contacto con mi cuerpo, y sé que ya nunca me separaré de ti.

Equilibristas

Una mirada
sin palabras.
Es tan delgada la cuerda
que nos sostiene.
Tan cerca del firmamento,
desvanecidos en su resplandor.
El universo late
sobre nosotros.
Sin huellas,
sin futuro.
Solo una cuerda.
Espero que no se rompa.
Bailemos un vals,
estallemos en risas,
besémonos para siempre,
mi equilibrista,
como si el tiempo fuera
simplemente
tú y yo caminando juntos
sobre una cuerda.