25 de octubre de 2005

Islas, horizontes

De adolescente pasé mucho tiempo, demasiado, a oscuras en mi cuarto. Escuchaba música con los cascos. Muy alta, tan alta que impedía pensamiento alguno. Sin embargo, el volumen ensordecedor no aplacaba un ahogo que se revelaba en ansia. No sabía cuál era mi problema, pero sí sabía que la vida no podía ser eso: un chico de 16 años encerrado en su dormitorio noche tras noche. Había una parte de mí que ya no crecía conmigo, que se había quedado en los primeros, inconscientes deseos de la infancia, cuando en los vestuarios de mi colegio me quedaba mirando el torso de algunos de mis compañeros, los más guapos. O sus piernas, su sonrisa, algún detalle... Era natural, normal. Luego no, luego fue imposible. Y ahí quedó mi deseo, atrapado en una isla. Tuve que inventarme otro, postizo, forzado. Quizás de ahí ese ahogo, ese ansia, ese acopio de sensaciones intensas pero invariablemente solitarias, acumuladas en viajes al extranjero, atardeceres barridos por el cierzo o primeras sesiones de butacas vacías.

Ayer escribí una canción. Bueno, comencé a escribirla pero tuve que parar. Me costaba encontrar las palabras. Quería infundir esperanza en ese muchacho, porque afortunadamente hubo un futuro mejor para él y pudo ser libre para amar, en el sufrimiento y en la plenitud, pero libre. Hoy quizás pueda acabarla.

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