1 de octubre de 2005

El Reencuentro

Sara se maquillaba frente al espejo sin que sus ojos llegasen a traspasarlo y alcanzaran el otro lado donde habrían encontrado la reproducción acaso demasiado perfecta de la realidad, y aunque su cuerpo formara parte de aquella imagen, su mente hacía horas que vagaba en otras coordenadas del espacio y del tiempo. Sólo tenía unos minutos para arreglarse y salir por la puerta, se había demorado demasiado decidiendo qué ponerse para su cita. Al final, entre la montaña de ropa que se había formado sobre su cama, había tirado de un trozo de tela que asomaba como una lengua de lava y había brotado un vestido que no recordaba haber estrenado. Se había quitado a toda prisa el camisón y había dejado resbalar la seda sobre su cuerpo desnudo. Se miró en el espejo del armario. Sí, era lo que estaba buscando. No pudo evitar que un rubor quemase sus mejillas al pensar que a su edad, ese vestido le sentaba mejor que a muchas jovencitas. Por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta que todavía podía presumir de sus largas piernas, cuya piel conservaba el brillo de los veinte años, o su pelo, no en vano a Roberto su melena cobriza siempre le había vuelto loco y era cierto que muchas veces había hundido sus manos en su cabellera cuando hacían el amor, y también su rostro, poseído por esa belleza atemporal o tal vez remota, inexplicable y por ello sublime como él se aventuraba a proclamar en sus momentos más wilderianos, y que había despertado a lo largo de su vida idéntica admiración.

No se acordaba de la última vez que había estado tan nerviosa. Su pulso le fallaba al tratar de perfilar la raya sobre el contorno de los párpados. Olvidada del presente, había iniciado un largo viaje en el tiempo que, sin embargo, para ella era como si del día anterior se tratase aunque ya hiciera bastantes años que lo suyo con Roberto había terminado. Le había conocido en una sala de arte cerca del Retiro donde ella presentaba sus cuadros en una exposición temporal. Aquella tarde se preservaba intacta en su memoria. Era el día de la inauguración, él era amigo del dueño de la sala y había acudido por curiosidad. Había oído de la espiritualidad que emanaban las pinturas de Sara. No podían calificarse de meramente figurativas. En sus retratos o paisajes siempre conseguía capturar la esencia de lo retratado, y no sólo la esencia, sino que parecía anticiparse al impacto de esas visiones robadas de la realidad en la consciencia de quienes luego contemplarían esos cuadros, y ponerse delante de ellos era dejarse habitar por las texturas de luz, los contrastes de color, la desmesurada vividez de los objetos, seres y horizontes a cuyos límites con el mundo lograrían asomarse con suerte los ojos del observador. De esta forma, tras permanecer durante unos minutos delante de una de sus pinturas – Despierta el alba, recordaba Sara – y llorar con llanto de tormenta, como en pocos hombres había visto y que tanto la impresionó, se había acercado a ella y tan sólo le había dado las gracias, nada más que una palabra y, no obstante, dos sílabas habían bastado para que los caminos de sus vidas se fundieran en una misma encrucijada, la que aquella tarde los mantuvo unidos una vez la fiesta terminó y las luces de la sala se apagaron. Luego se habían dejado llevar, sus pasos guiados por la certeza de que no hacía falta convenir nada en aquel crepúsculo del mes de febrero, opaco y sombrío como sólo en Madrid en aquellas calles al lado del Paseo del Prado donde la ciudad juega a ser París, y quizás por eso eligieron más adelante esas calles para proponerse citas sin lugar ni hora precisos, y entonces fueron ellos quienes jugaron durante aquel tiempo a ser Horacio y Lucía, convencidos de que jamás llegarían al final del juego. Se había levantado viento, las copas de los árboles murmuraban y ellos seguían sin hablar, para qué si al fin y al cabo todo eso no los pillaba de adolescentes, si tantas veces habían conocido esa sensación sin nombre de casi querer a la otra persona aunque apenas se la conozca, de desear comerse a besos la boca que tiembla al ser contemplada, con otra boca que también tiembla y que tiene miedo de pronunciar cualquier palabra, el temor a equivocarse si expresara lo que se desvanecería al hacerse verbo, aquello que estallaba en sus cabezas, y sólo a la altura del museo, sin que supieran ya muy bien adónde iban, si es que en una tarde de invierno alcanzase uno a saber qué camino tomar cuando Madrid se difumina bajo la luz de las farolas, se habían acercado el uno al otro, no para escuchar mejor lo que al fin pudieran decirse, sino para matar esas ganas que tenían de comerse a besos, de abrazar el cuerpo deseado y palpar sus desconocidas formas que inevitablemente se añadirían a la memoria de los amantes por un día, un año, o una eternidad.

Cuando salió a la calle, le costó mucho esfuerzo comprobar que no era invierno, y que aquellas tampoco eran las calles de detrás del Museo del Prado. Era verano, y la calle era una de las que bajaban de la Plaza de la Paja. A aquella hora, los chiquillos corrían entre las mesas de las terrazas, los jóvenes bohemios y los turistas caminaban a paso lento admirando la belleza del Madrid más mayestático, y ella era una mujer de rojo que volaba hacia su cita con el tiempo. Él la había llamado el día anterior, había vuelto, y al escuchar su voz supo que era cierto, que por mucho que todos esos años hubiera tratado de olvidarle en otras calles y en otras camas, aferrándose a otros cuerpos, arrinconando sus recuerdos o mutándolos en pinceladas acaso más sutiles o aceradas según el momento, vertiendo su dolor sobre los lienzos que poco a poco habían ido revelando más el alma de la artista que la realidad que intentaba capturar, todavía le quería. Y no sólo eso, le amaba más que nunca, porque cómo podría compararte a un día de verano, si tú eres más hermoso y sosegado, y aunque tempestuosos vientos agiten los delicados brotes de mayo, el eterno verano no se apagará, y hubo un tiempo en que pensé que había sido mejor separarnos si bien nuestro amor era uno solo, y por más que nada pudiera devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor, encontraría la fuerza en lo que queda atrás, creí como una boba las palabras de los poetas, pero me equivoqué, y las flores estivales no volvieron nunca a brotar. Habíamos recorrido juntos selvas y desiertos, estaciones y aeropuertos, caminos de la fantasía y rincones de nuestra ciudad amada, seguros de que el tiempo no se agotaría, bebiendo la luz de las estrellas y el fulgor del sol de la mañana, yo en ti y tú en mí, en el vértice donde los opuestos se encuentran. Mi arte se adentró en dimensiones desconocidas, y los objetos ya no eran sólo objetos, y en cada molécula de vida hallaba nuevas realidades, nuevas formas, mi consciencia expandiendo la percepción de un mundo que se abría ante mí desvelándome su verdad, la verdad del amor. Cuántas tardes ante el lienzo, en cualquier plaza o en mi sala de pintura, y tú a mi lado, tu simple presencia mi talismán, embarcada en una lucha contra esos pinceles nunca demasiado finos, esa tela nunca demasiado transpirante, y eran mis herramientas las que imponían sus límites a mi inspiración, y fueron aquellos cuadros los que me encumbraron a lo que ahora soy, sin que jamás haya sido capaz de volver a pintar así, y es que Madrid nunca fue un escenario tan voluptuoso como en aquel tiempo, y eran su calles la madeja del hilo de Ariadna, porque el laberinto en realidad lo tejía nuestro sueño, y tú fuiste mi mejor Teseo, y juntos inventamos una ciudad nueva que se revelaba impúdica y por vez primera se dejaba penetrar hasta sus entrañas, y es cierto que la apuramos hasta la última gota. Reconozco, en los momentos en que no me nubla el dolor, que había advertido el principio de algo, quizás el principio de un probable fin, esos signos de agotamiento que siempre preferimos soslayar, segundos de duda, de caída del cielo, y sé que te parecerá una tontería... ¿pero te acuerdas de aquella planta con esas hojas tan anchas y magníficas, presidiendo imponente la mesa del salón? Una tarde llegaste a mi casa y me dijiste que te marchabas, te habían ofrecido un contrato de dos años como profesor de creación literaria en una universidad británica que no podías rechazar, no quise saber si lo buscaste o fueron ellos los que te encontraron, pero te ibas, y yo me abracé a ti, los dos de pie en el salón, y entonces la vi, sus hojas se habían marchitado sin que tú ni yo nos diéramos cuenta, un pálido amarillo se había extendido por toda ella como un manto de enfermedad, no recuerdo haberla dejado de regar, y tú me preguntaste si quería marcharme contigo, y yo en ese preciso momento decidí negar lo que en el fondo anhelaba con ansia, preferí abandonar el camino en ese instante de vacilación pensando que de lo contrario nuestros pasos pronto nos llevarían al abismo. ¿Por qué no huí contigo, por qué me venció el miedo a vivir del amor, a sólo poseer en este mundo el objeto de la verdadera devoción, quemar la tierra tras nosotros y devorar ese camino que se abriría ante nuestros pies, si al fin y al cabo terminé muriendo de amor, no poseyendo nada en este mundo, única pobladora de una tierra devastada, y Madrid fue una ciudad de calles sin salida, y el eco de tu voz recitándome los versos de amor más bellos resonaba en las paredes de los edificios, contra el cielo nocturno, y yo te buscaba en cualquier lugar y a cualquier hora segura de que no te encontraría? Años de vacío, de rostros sin memoria, miles de tardes de tempestad sin más paraguas para mi soledad que mis recuerdos, porque no fueron dos años sino muchos más. Y ahora has vuelto, “¿Podemos vernos?”, me has preguntado, y yo te he respondido: “Sí”. Desde ayer no tengo hambre ni sueño, porque un único pensamiento me alimenta y me da la fuerza: tú, tu voz de nuevo, tu cuerpo de nuevo. Otra vez Madrid te devolverá a mis ojos, y si cualquier día me abandono a las calles sin rumbo, podré encontrarte en un recodo del laberinto, parado delante de un escaparate o llorando con tu llanto de tormenta ante el ocaso de una tarde de verano en la Plaza de Oriente, para el que no existen palabras, todavía no se han inventado, como no se ha inventado la forma de decirte lo que siento al verte ahora, tu figura recortada contra la silueta gris del Palacio, tu boca que tiembla al acercarse a mi boca, tu cuerpo agitándose al contacto con mi cuerpo, y sé que ya nunca me separaré de ti.

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