23 de enero de 2007

Elogio de la tristeza

Científicamente, se está probando que la tristeza es un mecanismo de autodefensa relacionado con el instinto de supervivencia. Cuando ocurre algo que no podemos soportar, algo que no queremos que se repita, nos ponemos tristes. Y es esa tristeza lo que inconscientemente recordamos y nos lleva a procurar que ese hecho no suceda de nuevo o, en su defecto, hacer todo lo posible por compensar ese dolor. Y es que todo dolor es un peligro para nuestra supervivencia.

Los que me conocen saben de mi tenacidad, saben que creo posible el cambio si se lucha por él, que mi camino es hacia un futuro en el que seré el que sueño. De la misma forma, mi eterna tendencia a la tristeza, a la observación retraída y melancólica del mundo, es otro de mis rasgos más acusados.

Ahora, en este momento, sufro un ataque de tristeza. Conozco las razones, pero su análisis no me basta para paliar este sentimiento animal, superior a mí.

Sin embargo, hoy más que nunca soy consciente de que mi camino es éste, justo éste que sigo, y de que mañana será otro.

19 de enero de 2007

Plaza Mayor

Hace tiempo, cuando todavía no existían esos anuncios libertarios de IKEA, decidí añadir un nuevo artículo a mi Constitución: No dejarás pasar más de dos meses sin estar en la Plaza Mayor. Desde entonces lo he cumplido. Varias veces al año, en diferentes estaciones, decorado con todo tipo de instalaciones o, en la versión que prefiero, libre de obstáculos y ocupado únicamente por la gente, vuelvo a recorrer en zig-zags ese escenario que me recuerda como ningún otro en Madrid la multiplicidad de voces, de vidas, que describe hasta la nausea Virginia Woolf en "Mrs. Dalloway".

Estaba en una época de ésas en que no puedes estar en casa por mucho que IKEA te anime a enrocarte en tu República Independiente, allí me ahogaba, me perdía en mis obsesiones, y por eso cada tarde al salir de mi trabajo me lanzaba al centro y buscaba sin cesar en las calles, buscaba una vía, alguna señal que me indicara el siguiente paso, cómo salir del desconcierto que queda tras el dolor. Y un día, dejándome llevar, aparecí en la Plaza Mayor. Había estado muchas veces, pero en otras circunstancias. Los lugares no son los lugares, son lo que vemos en ellos. Y ese día, como nunca hasta entonces, me sentí perteneciendo a algo superior a mí, algo simúltaneo que nos ocurre a todos y que nos iguala en este transitar por la vida como quien coincide o contempla o se choca con alguien en una plaza, al azar de un camino del que no somos conscientes, un camino lleno de aciertos y errores que, si alguien nos viera desde lo alto, si alguien abarcara la totalidad, el susurro infinito de este enjambre de culpas, nostalgias, empeños o ilusiones, sólo podría sentir ternura.

3 de enero de 2007

París


A mi chico le gustan los gatos, todos. Sabe darles amor, les habla en ese idioma que a mí me resulta extraño pero que estoy aprendiendo porque le quiero. Tengo la idea de que su amor por los animales tiene mucho que ver con su capacidad de amar a las personas. Yo, al menos, lo siento así.

He celebrado el fin de año y mi 32º aniversario en París, con el hombre que me vuelve loco. Esta gatita nos la encontramos en mi rincón especial de esa ciudad que jamás me canso de visitar. Hasta yo me la hubiera querido traer para que Güili no estuviera tan solito cuando nos vamos por ahí de viaje, pero no era callejera sino que pertenecía a alguno de esos afortunados que viven en ese pequeño entramado de patios y fachadas de hiedra.


Va por ti, León.