Desde que llegué a Madrid he atravesado épocas vitales necesarias, estúpidas, diversas en todo caso, y el Gris ha permanecido como ese hogar al que volver para sanar del dolor que el mundo me inflige o purgar el daño que yo inflijo al mundo. En el Gris me siento absuelto de mis pecados, allí entiendo mejor y llego a perdonar la condición humana que me ha tocado vivir. El Gris es una elección, incluso caprichosa, aunque no haya otras coordenadas de la geografía emocional marica de Madrid donde me sienta "hallado".
What you touch you don't feel, dicen Ladytron. Mejor no tocar, mejor observar como yo a esos jóvenes borrachos, enamorados, insensatos, desde mi propio dolor, mi comprensión y a la vez mi rechazo por lo que somos. Huimos transitoriamente de lo inevitable y hay momentos en que nos creemos tan guapos, tan jóvenes, tan a salvo del monstruo que constantemente nos acecha. Pero no: el monstruo lo llevamos dentro.
¿Qué me mueve? No he superado el fracaso. Es así de sencillo. No he superado haberme fallado a mí mismo y a la persona que estaba enamorada de mí. Lo vemos en series, en películas, lo vemos en la vida: el amor no suele durar. Y, sin embargo, seguimos creyendo en lo más hondo que la pareja es un concepto posible de supervivencia. Y ahora que he vuelto a descubrir que el amor más hermoso puede no adaptarse a esa convención, soy esclavo de esa otra idea impregnada de comerle a la vida lo que he perdido a fuerza de bocados que no por voraces dejan de ser poco nutritivos para el alma. Quizá mi otra tendencia en malas épocas como esta, la de disolverme en ficciones ajenas metido en la cama y rozar el mundo lo justo, no sea tan desacertada.
Sí, a veces siento que me muevo, a veces recupero antiguas sensaciones de fuerza, de independencia, de felicidad. No están ligadas necesariamente al alcohol o a la noche, puede pasarme en un día luminoso que decido tomar para mí. Pero no perduran, no son la realidad. Todavía.
Estoy solo, ese es mi material de trabajo.