26 de agosto de 2005

Amanecer

Me besas
Me matas de ternura
Desayuno a dos

Noche

Hiela madrugada
Sábanas a un lado
Del otro nos amamos

22 de agosto de 2005

Pintando

El negro
El blanco
Mueren en olvido
Mi pasión
Los ha teñido
De sangre y viento

Eterno

Tu mano
En mi piel
Mi aliento
En tu boca
Confinar el mundo
En un instante de amor

20 de agosto de 2005

No Tenía Hambre

- ¿A qué hora llegan Sam y Debbie? – pregunta Matt en voz alta desde el cuarto de baño.
- Están al caer, cariño. Si has acabado ya puedo entrar yo – responde Linda mientras se sube la falda y busca una blusa en el armario del dormitorio.
- No, todavía no he terminado.

Matt desliza con cuidado la cuchilla de afeitar sobre sus pómulos. Cada poco la golpea contra el borde del lavabo y luego abre el grifo para limpiarla. Deja para el final el perfilado de las patillas. No hace mucho que las lleva y es importante que queden iguales, piensa. A Linda no le gustan, pero Matt las llevaba antes de que se conocieran y le apetece volver a lucirlas. Cuando acaba, se lava la cara con agua helada y se aplica after-shave sin alcohol. Luego se perfuma el cuello y la nuca con una colonia de la misma marca. Su mirada se posa sobre la cuchilla que aún no ha arrojado a la papelera. La toma, la lleva a su pecho y la hunde en la piel. Luego apoya sus manos sobre el lavabo, acerca su rostro al espejo y contempla un buen rato la herida de la que apenas brota un poco de sangre. Inspira y expira lentamente el aire de sus pulmones. Sus costillas se marcan y difuminan alternativamente bajo la piel al ritmo de su respiración. Tiene un cuerpo bien formado. Un poco delgado, piensa, pero eso le gusta. Abre el pequeño armario donde Linda guarda su maquillaje. Saca una barra de rouge, la abre y se pone un poco. Ensaya una risa. Vuelve a pasarla sobre sus labios cubriéndolos por completo. Se echa el pelo hacia atrás y lanza un beso a su imagen reflejada. Toma de nuevo el pintalabios y lo desliza sobre sus pezones, su estómago, su vientre. Nota una erección bajo el pantalón y se lleva la mano abajo.

- Matt, ¿cómo va todo? – le pregunta Linda desde afuera llamando a la puerta.
- Ya salgo – dice él.
- ¿Puedo pasar? – le oye Matt preguntar de nuevo mientras se limpia rápidamente con un trozo de papel higiénico humedecido y pone todo en su lugar.

Matt sale finalmente ocultando el pequeño corte con su brazo mientras se rasca la axila. Linda le dice algo acerca de Sam y Debbie antes de entrar. Matt pasa a su lado mirándola como si nada. Ya en el dormitorio vuelve a contemplarse en el espejo del armario. La herida sangra de nuevo un poco. Busca un kleenex y presiona con fuerza hasta que ya no sale sangre. Se viste con sus mejores prendas – un pantalón negro de tela, una camisa blanca de cuello suelto y unos zapatos nuevos de piel. Cuando ha terminado oye a Linda que sale del cuarto del baño. Entra al dormitorio completamente arreglada. Es una chica llamativa. Siempre ha sabido cómo ponerse guapa, piensa Matt.

- ¿Ya estás listo?

Justo entonces llaman a la puerta. Linda va a abrir. Matt oye las voces de Sam y Debbie saludando a Linda. Debbie es compañera de Linda en la cafetería. Sam, su marido, trabaja en el aserradero. Es la primera vez que vienen a casa. Linda había insistido las últimas semanas en que tenían que venir a cenar un día de estos. Matt hubiese preferido quedar en otro lugar, o no quedar en absoluto. No les conocía, y por lo que sabía tampoco se moría por hacerlo. Además no tenía hambre, había estado comiendo cacahuetes hacía un rato viendo la televisión mientras Linda preparaba la cena.

- Tú debes ser Matt. Yo soy Sam.
- Encantado, Linda me ha hablado de ti – Matt le tiende la mano, y Sam casi la estruja con la suya. Sam es realmente un grandullón, y Matt no puede evitar un instantáneo rechazo ante esa camisa de leñador medio abierta que deja al descubierto su pecho poblado. La piel de su rostro y su cuello brilla. Está colorado, parece una de esas personas que siempre lo está. Aunque es cierto que hace un calor de los mil demonios allá afuera.
- Matt, esta es Debbie – Linda la toma del brazo. Debbie le sonríe con cierta timidez, Matt se acerca a besarla y ocurre uno de esos embarazosos titubeos en los que no se sabe qué mejilla elegir. Debbie parece azorada, y Matt trata de decir algo divertido. También Sam y Linda hacen algún comentario jocoso.
- Pasad al salón, ¿queréis algo? Matt, ponles alguna cosa para picar. Dadme unos minutos.

Matt les acompaña por el pasillo y, por alguna extraña razón que no podría explicar, se siente como el guía de una excursión con los pacientes de un sanatorio mental.

* * *

- He de decir que el pavo está delicioso – dice Sam.
- Oh sí, Linda. Realmente delicioso – apostilla Debbie.

Matt no se ha resistido a contemplar a Sam durante la cena. Un tipo curioso, Sam. Bastante simple, eso no puede evitar pensarlo. Y sin embargo, de alguna forma entiende que Debbie esté a su lado. Cree intuir que son una de esas parejas que, si bien no puede decirse que sean felices, sí que es verdad que no sabrían muy bien cómo vivir el uno sin el otro. Él tiene una energía desbordante, habla por los codos y enseguida se toma confianzas. Necesita alguien a quien proteger. Por su parte, Debbie debe de pensar que Sam es lo mejor que ha podido encontrar. Ella es todo lo contrario a Sam, una chica bastante apagada, con un temor a hacerse notar casi enfermizo. Aunque seguramente cuando está a solas con él cambia bastante, piensa Matt.

- Debbie, ¿por qué no le pides a Linda la receta? – le pregunta Sam dándole una palmadita en la espalda.
- Oh... ¿No recuerdas que te la di un día? – dice Linda.
- Ah, sí... No sé dónde la metí, quizás la tenga por ahí... – responde Debbie levantando por un momento los ojos del plato.
- A Linda se le da muy bien cocinar. Sí, eso hay que reconocerlo.
- Qué vas a decir tú... ¿Quién quiere más? ¿Sam?
- ¡Desde luego! Y tú, Debbie, no has comido nada. Toma un poco más.
- Yo también quiero más, Linda. Ponme bastante – dice Matt.

Sam agarra el muslo de pavo que Linda le ha servido y se lo lleva a la boca con avidez. Matt le ve comer, y a lo mejor es que ya se ha acostumbrado a su presencia, pero ya no le desagrada tanto. Él también come con ganas mientras contempla a Sam, aunque ya se empieza a notar algo lleno. Observa sus enormes brazos, sus manos con esos gruesos dedos encallecidos. Su pelo negro rizado brilla. Las venas de su frente se le marcan al masticar. Resopla al ingerir la comida, y los músculos de su pecho se tensan y relajan bajo la piel completamente cubierta de vello. Matt experimenta una cierta atracción por esa figura. Casi se siente ridículo habiéndose puesto tan elegante. Se pregunta qué pensará Sam de él. Entonces una imagen le viene a la mente. Sam arrastrando a Linda del brazo. Tirándola a la cama. Arrancándole la ropa mientras él también se quita su camisa. Echándose encima de Linda aplastándola bajo su cuerpo, frotando con violencia su enorme barriga contra el vientre de ella, abriéndose la bragueta y penetrándola mientras Linda se abraza a él y le araña la espalda inmensa, las poderosas piernas.

- Sam, ¿por qué no ayudamos a las mujeres y traemos juntos el postre? – le pregunta Matt sintiendo cómo su corazón palpita aceleradamente.
- Es la tarta de queso con arándanos que está envuelta abajo en el refrigerador, cariño.
- ¡Qué maravilla! Ni más ni menos que mi postre favorito... – dice Sam arqueando las cejas admirativamente con un rostro de estar saboreándola por anticipado.

Sam se pone en pie. Sí, verdaderamente es un tío descomunal. Seguro que siempre come hasta reventar, ¿qué se debe sentir? Sin saber muy bien por qué, Matt piensa que estaría bien probar a engordar un poco. Claro que no tanto como Sam. O a lo mejor sí, qué diablos. A él también le encanta la tarta de queso con arándanos. Va a servirse un buen trozo, el más grande.

19 de agosto de 2005

Urgencia

Tengo prisa por vivir
No te esperaré nunca
Tiempo
Hacia la luz más pura
A lomos del deseo
No pararé

Lentitud

Mil noches yací en letargo
Oscuro
Mente que busca un camino
Fuga del ser, sentir
Equivocado
Pero no fue mi culpa

18 de agosto de 2005

Gogó en purpurina

Todavía me acuerdo de aquellas noches sin fin. Una sola imagen: tú cubierto de purpurina bailando sobre la plataforma. Tú el centro. Tú mi huida.

Llegaba contigo a medianoche, y en un mísero cuarto trastero te desnudabas y yo extendía la purpurina sobre tu pecho, tus brazos, tus piernas. Tus ropas de calle eran comunes, no hubieses llamado la atención. Tus compañeros de universidad no podían imaginar todo aquello. Tampoco tu cuerpo era espectacular. Simplemente era hermoso, esculpido en formas suaves y armónicas, nada habitual en un gogó de discoteca. Quizás te contrataron justamente por eso, aunque yo creo que fue por lo guapo que eras. También tu rostro escapaba de lo llamativo, había que fijarse dos veces para caer hipnotizado por tus ojos, tus labios hechos para el beso más tierno. Y era en ese cuarto donde te transformabas bajo mi cuidado. Yo te alcanzaba el slip y las botas de cuero, yo te pintaba el rimel y extendía una tenue sombra violeta sobre tus párpados. Tú nunca hablabas, yo tampoco. Bastaba nuestra respiración, aquellos pequeños ruidos de objetos, para comunicarnos. Afuera la música resonaba ensordecedora, anticipando el delirio que sucedería a esos minutos, mi amor, en que me sentía tan cerca de ti.

Al principio nunca había demasiada gente, y yo podía permanecer un rato en la barra despreocupado, perdido en pensamientos que, de todos modos, siempre acababan en ti. Entonces me volvía a verte y seguía tu lento despliegue, tu tímido avance sobre la plataforma. Me decías que siempre te costaba comenzar, andar el camino que te llevaba al personaje de seducción que debías construir. Pero poco a poco lo conseguías, ya lo creo...

De pronto, sin darme cuenta la discoteca se llenaba, y aquellos chicos ávidos de emociones fugaces empezaban a bailar en la marea. Yo ya no podía dejar de mirarte, y con cada sacudida de tu pecho, cada vuelo de tus caderas, el corazón se me encogía hasta ahogarme. El volumen brutal de los altavoces tejía el silencio en el que mi angustia palpitaba sin cesar. Todos esos ojos fijados en ti, esa sed de deseo colmada por tu cuerpo, lo hermoso erigido en devoción, tú en un pedestal. Y era al bajarte de él para descansar cuando yo me arrojaba a ese mar de sombras y remaba con furia hacia ti antes de que cualquier idiota quisiera hablarte. Cuando no era así y tenía que aguardar con tu eterno KAS limón en mi mano, los peores instintos se desataban en mí, y tus miradas tranquilizadoras no mitigaban mis ganas de partirle la cara al creído que ya se apresuraba en darte su móvil que tú no rechazabas. Luego venías a mí, me dabas un beso y yo olvidaba todo, me pegaba a ti y absorbía esa mezcla de sudor, humo y lujuria que impregnaba tu piel hasta hacerme enloquecer.

Así pasaban las horas, las noches de fin de semana en que te convertías en gogó. El resto del tiempo eras el mismo muchacho apocado que había conocido al salir de aquel cine unos meses atrás. Pero un amanecer de domingo, durante uno de nuestros dulces paseos por la ciudad, me dijiste que habías conocido a un chico, que uno de esos números de móvil no lo habías borrado y que tras él habías descubierto a alguien muy especial. Yo te llevaba 10 años, era algo entre el morbo y la admiración lo que te había seducido de mí y, aunque al principio pensaba que no duraría, tu entrega me había hecho fantasear con la idea de que eras el chico de mi vida. En aquel parque de camino a casa, apenas dijiste aquello te pegué un puñetazo que te tiró al suelo. Me eché sobre ti y seguí pegándote donde podía, sin fijarme. Entonces vi un trocito de cristal, los primeros rayos de sol se filtraban en el aire y un reflejo lo había destacado del lecho de hojas secas en el que nos batíamos. No lo pensé, mi amor, y en un descuido tuyo lo cogí y hundí su filo en tu mejilla, seguro de que la cicatriz te alejaría para siempre del pedestal, de la purpurina.

16 de agosto de 2005

De piel

Aún en mí
el eco de dolor
palpitando en mi pecho.

Recuerdo cada golpe,
mi piel cuna de tu amor.

12 de agosto de 2005

Algo así

Algo así debería ser la muerte, este sueño que por instantes adormece la conciencia. Un zumbido melódico que entorpece, palabras asilábicas resonando lejos, muy lejos. Algo así debería ser... yo pensando en ti, revisitándote sin nostalgia, más bien con esperanza. Algo como este placer lento, etéreo, que se evapora en volutas de deseo. Algo que no se deja coger con la mano sino con la boca, en un grito desaforado, único, final. La muerte debería ser tú y yo, uno solo.

10 de agosto de 2005

Imposible pensar en otra cosa, alejarme de lo que se agolpa en el alma. Hora a hora ser, obstinadamente, eco, resonancia de palabras, miradas, besos. En la tristeza de la noche, en el miedo de la mañana, en la extrañeza de un mediodía de agosto donde el calor me deja frío. Y es que cada vez todo es más pequeño, tan diminuto como un tacto de paladar, una uña que se clava en la piel. Querría gritar.