19 de mayo de 2009

Cosas que no vuelven

A tenía veintiséis años cuando llegó a Madrid, pero era como si tuviera dieciocho, veinte a lo más, tan inexperto era con los chicos y su cruel amor. Aquella noche se había citado con B, pasión con cariño era lo que a B le había gustado del anuncio de A, y no habían tardado en pasar de la timidez a las risas, de las risas a las miradas, y de las miradas a los besos en aquel sofá de lugar de moda. A recuerda esa noche por algo más que por haber conocido a B, un loco treintañero, peligrosamente magnético, que se había quedado en la infancia de los amores absolutos que ningún ser humano podría colmar. A tiene grabada en el recuerdo la mirada prolongada que sostuvo con C, el famoso director de cine. En realidad C les miraba a los dos, exultantes de romance y belleza, pero B parecía no percatarse o acaso no le daba importancia acostumbrado como estaba ya a la capital. A no lo estaba todavía, y los segundos que dura esa mirada le hacen imaginarse el protagonista de eso que a veces ha leído: C puede fijarse en un muchacho cualquiera y convertirle en estrella.

Han pasado casi ocho años, y A está sentado en un banco de la calle. Piensa en el chico que le tiene emocionado desde hace semanas, incapaz de entender todavía que todo eso le esté sucediendo a él. Acaba de dejarle cerca de su casa, y de camino a la suya ha decidido sentarse y esperar a que su corazón se calme. Entonces, a los pocos minutos, ve que C se aproxima por la acera y pronto pasará su lado. Nunca en este tiempo se lo había vuelto a encontrar, y de un instante al otro se descubre expectante ante el posible intercambio de miradas. Se da cuenta de que C anda más bien absorto, poco atento a la realidad que le rodea. A, no obstante, decide buscar sus ojos. C repara en él un segundo, eso es todo, y sigue su camino.

A reflexiona mientras C se aleja. C está más mayor, y quién sabe qué experiencias habrá vivido en este tiempo más allá de haber rodado las películas que medio planeta ha visto, que los Óscar han premiado, que le han catapultado a un estatus incluso superior al que tenía aquella noche de la mirada íntima, seductora, seducida. ¿Y él, en qué ha cambiado A? Sin duda, aunque sigue aparentando menos edad de la que tiene, ya no parece el efebo de hace ocho años. Ha aprendido a no enamorarse la primera vez, y eso deja huellas en el rostro y en el resto de la piel y en el centro mismo del alma. No da la impresión de que C sea más feliz, aunque un mal día lo tiene cualquiera. A sí es más feliz, al menos ese día.

2 comentarios:

fernando mejia dijo...

Suave e inteligente.

Me encantó

Perraburu dijo...

Supongo que todos fuimos un A alguna vez, e incluso supongo que todos hemos sido un C alguna otra. Magistral y sensible descripción.