24 de mayo de 2009

Cosas paradójicas

A quería cambiar su vida. Hacía ya nueve años que estaba con B, se habían conocido con apenas veinte. Llevaba un tiempo mal, tanto que andaba demacrada y todo el mundo le decía que había perdido demasiado peso. Había probado de todo: clases de relajación, cortes radicales de pelo, incluso había comenzado a escribir relatos que casi eran un diario si no fuera porque trastocaba detalles por pudor y por miedo a que B los descubriera. Pero nada la libraba de la asfixia, de la falta de apetito sexual por B, de las fantasías con algún que otro compañero del trabajo exaltadas aún más la pasada primavera y tristemente diluidas por el verano y sus vacaciones cambiadas. ¿Quería a B? Claro, era lógico después de tanto tiempo juntos. Además B era cariñoso, otra cosa puede que no, pero sí muy cariñoso. ¿Estaba enamorada? Ni se acordaba de la última vez que habría podido afirmar tal cosa. Tal vez dos, tres años atrás. Luego tan solo aisladamente, en vanos intentos por reanimar aquel amor que les había llevado a abrir un plan de vivienda, diseñar una existencia en común y, hacía muy poco, hipotecarse.

Finalmente, en septiembre A se decidió. Sentó un día a B y le dijo que todo había terminado, que había llegado a un punto de su vida en que no podía seguir prolongando aquella relación. A estaba a punto de cumplir los treinta, su reloj biológico corría, y para ella era el momento de dejar a B y comenzar de cero. B, que jamás habría tomado semejante decisión pues era miedoso por naturaleza, lo encajó con incredulidad primero y con inmenso dolor después conforme fueron pasando las semanas y comprobó que A iba en serio. Pero aquel día hablaron mucho, tal vez más de lo que nunca habían hablado. Hubo algo que B no dejaba de preguntar: ¿esto es todo, qué significa entonces todo este tiempo, todo lo que hemos vivido juntos? A, consciente de que ella tampoco sabía muy bien qué contestar, cada vez le respondía de una forma. Solo tenía clara una cosa: aquello era lo correcto, debía mantenerse firme y mirar hacia adelante por duro que fuera.

Han pasado casi dos años desde entonces. La terraza de la casa se ha convertido en un vistoso jardín gracias a los cuidados de A. Como sus horarios apenas coinciden no se ven demasiado, aunque eso también genera problemas pues continuamente hay cuestiones domésticas por resolver y a menudo hasta les ocurre que una avería no solucionada a tiempo genera nuevos daños que podrían haberse evitado. B ha llegado a la conclusión de que A es como una compañera de piso, hasta su nueva novia se ve obligada a asumirlo así porque de lo contrario se volvería loca. Solo pueden hacer el amor en su apartamento, pero B es un cielo y hasta se imagina teniendo hijos con él. A no ha rehecho su vida, vive exactamente donde vivía y con quien vivía. Tiene el mismo trabajo de antes, y tampoco se ha esforzado gran cosa por conocer a ningún chico. Hubo un compañero (de los de aquellas fantasías primaverales) que le tiró los tejos hace unos meses, pero enseguida se echó atrás al enterarse de que A seguía viviendo con su ex-novio. El verano pasado, hizo un viaje sola a Perú y se compró una pequeña guitarra andina que ahora acumula polvo en lo alto de un armario tras un autodidactismo obstinado pero infructuoso. Y no hay mucho más que contar de esta historia, a no ser que últimamente, cuando a eso de las once B ya duerme en su cuarto y A llega del trabajo y gira la llave de la puerta para entrar en casa, su corazón se acelera. No sabe por qué, pero solo en ese momento del día se siente viva. Como si algo importante fuera a suceder.

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