26 de mayo de 2009

Cosas de Internet

Puntuación: cinco estrellas... Era el último vídeo que le quedaba por puntuar. En total, cincuenta vídeos que a A le han parecido "impresionantes" después de haberlos visto varias veces cada uno a lo largo de la semana que ya llega a su fin. Si de él dependiera, A no elegiría esa palabra, pero es con la que YouTube describe su puntuación. Él usaría cualquier otro adjetivo como "tierno", "conmovedor", o "delicado". Como venganza a esa imposición, se ha atrevido a ir dejando hasta tres comentarios en otros tantos vídeos. En ellos ha progresado desde el halago respetuoso en el primero, escrito el miércoles, hasta las cálidas palabras de ánimo con que le deseó buenas noches ayer, para acabar bromeando abiertamente en el que le ha escrito hace un rato desempolvando además su francés para intentar una intimidad virtual que el inglés no propiciaba con B quien −es obvio decirlo− le tiene hipnotizado. Totalmente hipnotizado.

Todas las historias tienen un comienzo, y esta nació el lunes por la noche cuando buscaba en YouTube el vídeo de una canción de Belle & Sebastian. Podría haber buscado esa canción como cualquier otra, más bien se trataba de postergar un poco más el momento de acostarse. Resultó que no existía vídeo oficial, pero sí que había varias tomas en directo de la banda salpicadas a lo largo de esa interminable lista de versiones caseras que tantos frustrados rock & roll stars suben a YouTube para conquistar el corazón si no de una discográfica, sí al menos el de alguna improvisada groupie que no viva en el otro extremo del planeta, ni del continente, ni del país; mejor si vive en la misma ciudad, en el mismo barrio si se pone a soñar, tal vez el amor de su vida habite al otro lado de la calle y hayan tenido que recorrer miles de kilómetros de fibra óptica para encontrarse. Puede pasar. Pero dejemos a nuestro rock & roll star frustrado y a la chica que le hará feliz y volvamos al lunes, cuando el azar quiso que a A le llamara la atención aquella imagen fija y realizara el acto reflejo por excelencia de este siglo XXI: clic con el botón izquierdo del ratón. Y fue en la siguiente pantalla, tras clavar sus ojos en él durante los tres minutos y treinta y nueve segundos que duraba el vídeo, cuando se supo enamorado de ese chico que, según decía en su perfil, se llamaba B y tenía veintiún años. Esa noche, A tardó media hora más en apagar el portátil, quitar y doblar la tela que cubre su sofá-cama, desplegarlo, echar por encima el nórdico y la almohada (tiene dos, pero la otra apenas la usa), y meterse dentro para empezar su lucha nocturna de estas últimas semanas contra el insomnio.

Es todo: las canciones que toca, su voz, sus polos a franjas... La dulzura que A intuye en cada uno de sus gestos, su sonrisa pícara esbozada alguna que otra vez, esa habitación con techo abuhardillado de madera y las torres de CDs y esa lámpara que arrojaría su luz sobre los dos si A pudiera abrazarle, besarle, pasarle la mano por el pelo frente a la misma cámara que por ahora solo le permite ver y escuchar a B en su pequeño mundo.

En esta semana se ha bajado más de un disco de grupos que no conocía, se ha comprado un par de polos a franjas, ha cogido de nuevo su guitarra y se ha propuesto subir algún vídeo a su propia cuenta de YouTube. Va por la calle y tararea las canciones de B. Cuando está en casa nunca pasa más de dos horas o tres sin regresar a B. Se mira a menudo en el espejo apoyando sus brazos eróticos en el lavabo y se pregunta si verdaderamente aparenta unos cuantos años menos como a menudo le dicen, si B se siente atraído por los chicos, si A podría conquistar a ese príncipe del pop tierno, conmovedor, delicado.

Era el último de sus vídeos que le faltaba por puntuar, pertenece a los primeros que grabó B. En él se le ve más joven aunque solo hayan pasado unos meses desde entonces. Canta más bajo, todavía no había solucionado el problema de ese ruido de fondo que zumbaba a demasiado volumen en sus vídeos, su pelo es más descuidado. Viste una camiseta blanca amplia, sin forma, y hasta parece un poco más gordito comparado con el B refinado, cool, consciente de su tirón entre adolescentes enamoradizas y gays igualmente enamoradizos tras cientos de comentarios de unas y otros en estos meses. Desvela muy poco de sí mismo, no aclara nada, rara vez responde a las alabanzas. B es un misterio altamente sugerente, y sabe que un misterio se basta a sí mismo para crecer. A también lo sabe, y lo que más pena le da es justamente eso: que B esté dejando de ser el muchacho puro, ajeno a su belleza, de las primeras grabaciones. No ignora que sus propios comentarios alimentan el orgullo de B, pero necesitaba tender un puente con él. Pasa muchas veces: hacemos lo que no tendríamos que hacer porque es lo único que podemos hacer.

Finalmente, A cierra el navegador y contempla el fundido en negro de la pantalla mientras se apaga su portátil. No lo quiere admitir, pero tiene celos de esas quinceañeras. Celos, para qué darle más vueltas. Si tuviera su edad escaparía de casa y viajaría en tren, en autobús, a pie o como hiciera falta, hasta B. Y ahora, ¿por qué no? ¿Por qué ahora A es como el resto de la gente? ¿Qué cambia con el tiempo, qué ha ocurrido en estos años? Es difícil asegurarlo, la única certeza es esa voz que no existía repitiendo: sería una estupidez, no lo hagas.

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