20 de mayo de 2009

Ella

Escuchaste truenos de tormenta y saliste de allí corriendo, cruzaste la carretera y llegaste a la arena mojada, dejaste caer tu vestido (su favorito, aún lo llevabas puesto desde que os habíais despedido en la estación), tu pulsera, tu cinta del pelo, arrojaste tus sandalias y te adentraste en el agua, poco a poco, caminando hasta que tus pies no podían tocar suelo, y entonces te lanzaste a nadar, furiosa, queriendo alejarte de la orilla como cuando eras pequeña (¿seis, siete años?) y seguías a tu padre, os ibais los dos lejos, muy lejos, y tú te sentías segura con él a tu lado, le admirabas, querías llegar donde él llegara, demostrarle que tú, por muy pequeña que fueras, podías lograr lo que esperaba de ti, y ahora que él no estaba allí eras tú sola la que tenías que nadar contra el torbellino de lluvia, las olas encrespadas, las cimas acuosas a las que te encaramabas con cada brazada, cada aliento escapado de tus labios, como ese grito que desgarró el aire cuando ya no pudiste más, ese aullido animal que nunca habías proferido y que nadie podía oír, tu lamento de amor, porque ella se había marchado aquella tarde, os habíais despedido con un beso en los labios, sin miedo ya, y gritaste hasta agotar su recuerdo, olvidar su tacto electrizante, y después no hubo nada, solo el silencio de un océano que imperceptiblemente volvía a la calma, la tempestad se alejaba, y cuando el mar te devolvió a la orilla te encontraste con aquella mujer mayor al lado de tus ropas, casi custodiándolas, su mirada, su sonrisa al decirte que cuando era joven ella también nadaba siempre en días de tormenta.

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