18 de abril de 2009

Man on Wire


Llega por fin a nuestras pantallas Man on Wire tras haber logrado la estatuilla al mejor documental en la reciente ceremonia de los Oscar. Si no, es casi seguro que no se habría estrenado en España a pesar de su espectacular acogida por la prensa de Estados Unidos el año pasado. Agradezcamos pues a estos premios tan criticables en otros aspectos (¿ocho estatuillas a una película endeble, tramposa, que además se aprovecha de un drama extremo para plantear una fábula estúpida?) la oportunidad que dan a joyas como esta abocadas de otra forma a una difusión mucho menor. Y ahora sí, pasemos a glosar por qué Man on Wire, más allá de sus rotundos aciertos narrativos y cinematográficos, debería exhibirse ‒se me ocurre‒ en todas las escuelas para enseñar a vivir contra las convenciones sociales más dañinas como el miedo, la pasividad, o la simple grisura, esas que ayudan a vivir menos vida durante más tiempo, objetivo marcado a fuego de quienes no hacen tabula rasa como Philippe Petit y deciden establecer por sí mismos otras metas que harán de su existencia un espectáculo temerario, vibrante, único...


Philippe Petit tenía un sueño, un sueño construido literalmente en torno a un par de torres que solo eran un proyecto. Pero él las vio alzadas hacia el cielo de Manhattan y se contempló a sí mismo caminando sobre el vacío de una a la otra. Una imagen, un simple abrir y cerrar de ojos, que da sentido al tiempo por venir. Obviamente, y como queda claro implícitamente en el film, Philippe tenía los medios para ‒cuanto menos‒ empezar a soñar. Dicho de otra forma, el dinero jamás fue algo de lo que tuviera que preocuparse. Además, dado su carisma que despertaba el arrebato en quienes le conocían, logró rodearse de un entorno de personas que destinaron asimismo sus vidas a estar a su lado y ayudarle logísticamente en sus hazañas, sobre todo su novia Annie y su inseparable amigo Jean-Louis. A tal punto llegó la entrega de Annie que esta, en un momento del film, afirma que Philippe jamás le preguntó cuáles eran sus sueños pues asumía que debían ser los de él. Y respecto a Jean-Louis, el interrogante que abren sus lágrimas al recordar el fin de su amistad con Philippe delata una devoción que le sigue perturbando más de treinta años después. Precisamente lo no contado, el epílogo a sendas historias de amor (consumado en el caso de Annie, sublimado en el de Jean-Louis), es lo que el director James Marsh deja fuera tal vez porque el guión está basado en el libro "To Reach The Clouds" del propio Philippe, quien silencia más que nadie las razones de los nuevos rumbos que tomaron sus vidas.

Man on Wire utiliza una técnica narrativa mixta. Por un lado, aparte de fotos y algunos metrajes recuperados están los testimonios presentes de los protagonistas, sin excepción, de aquella locura nacida de la mente de Philippe Petit en una sala de espera al hojear un periódico. Sus palabras son desnudas, les radiografían, no esconden nada de lo que vivieron en aquel periodo que marcaría sus vidas y que tendría su cima emocional aquel amanecer del 7 de agosto de 1974. Por otro lado, y justamente para recrear la tensión de las horas previas, cómo un grupo de hombres se internó en sendas Torres Gemelas para perpetrar un atentado poético, James Marsh se sirve de un grupo de actores que con sus interpretaciones meramente gestuales, de acciones, sin diálogo alguno, rellenan los huecos allí donde no quedó un registro fotográfico ni audiovisual. Y lo mejor que puede decirse de su elección narrativa es que funciona de principio a fin, tal vez favorecida por esa otra decisión de contarnos la historia con continuos avances y retrocesos en el tiempo siempre con el propósito de mantener la tensión, de hacernos creer que sabemos para luego darnos cuenta de cuánto desconocíamos, de al fin y al cabo seguir el hilo de una mente demasiado lúcida que no podría ceñirse a la linealidad, a la cadena causal de los hechos, a la previsibilidad de que un día sucederá sin pena ni gloria al anterior. También, la sabia elección del blanco y negro de las dramatizaciones ayuda a fundirlas en armonía con el metraje documental y las narraciones de las peripecias proporcionando un soporte visual que jamás resulta redundante sino al contrario: profundamente sugestivo.


No es bueno desvelar mucho más de esta película llamada a perdurar en la memoria de los funambulistas de la vida. Parte de su encanto reside en no conocer de antemano el desenlace preciso de la misma, tan solo acompañar a Philippe y sus secuaces durante todo el tiempo de preparación hasta aquel amanecer. Cabe destacar, eso sí, la música elegida como telón sonoro: una mezcla sutil de composiciones de Michael Nyman, J. Ralph, y Satie, que potencia la fuerza de instantáneas que parecen fantasías, que son fantasías: un hombre caminando en lo alto, un ser humano ante el abismo de su destino fraguado a cada paso sobre una cuerda tambaleante. Al fin y al cabo, esas composiciones son también fantasías puras no solo por la propia naturaleza de la música, sino también por el delirio de sus creadores.


Man on Wire, el cine siendo lo que siempre ha sido desde Charlie Chaplin a nuestros días: un sueño hecho imágenes, transformado en otros sueños.

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