23 de junio de 2006

No recuerdo tu nombre

Aquellas noches de verano me lanzaba a la calle con sed de cuerpos, de viento, de peligro. Me ponía mi camiseta sin mangas, mis mejores vaqueros, mis zapatillas más rotas y uno de aquellos boxers ajustados que me había comprado de golpe en un arrebato hedonista. Te conocí un jueves, y es que aquel verano salía todas las noches sin importarme si trabajaba al día siguiente. Primero iba a mi local favorito, por la música. No esperaba sorpresas allí, pero las cervezas son baratas y el ambiente acogedor. Me calentaba, me daba confianza para la segunda y habitualmente última parada de la noche: el Delirio. Nada más lejos de mis gustos, y precisamente por ello nada más pervertido, más cerca de los abismos que necesitaba tentar. Ya mientras bajaba la escalera te fijaste en mí, y enseguida me preguntaste una tontería con el aire de un habitual del lugar, el que se sienta a la barra y charla con el barman, a vueltas de todo. Eras guapo, y aunque pretendías parecer descarado eras todo un tímido, muy tierno. Estabas dentro del armario, y –como yo– hacía poco que sucumbías con ímpetu a la seducción de la noche. Me echaste veintiséis, yo a ti veintisiete. Acerté, y además te saqué de tu error porque no quería mentiras. Quizás por eso, cuando me dijiste –casi advirtiéndome– que nunca solías repetir, lo agradecí y te pregunté si nos íbamos a casa, ya seguro de que al menos no habría uno de esos desencuentros que empañan el recuerdo de una buena noche. Y en mi casa, desnudo sobre mi cama, me fascinó la delicadeza de tus gestos, la fragilidad de tus palabras una vez perdida la última coraza. Besabas de maravilla, trataste mi cuerpo con ternura, y yo te devolví tu cuidado porque creí que, de alguna forma, lo merecías. Y no te dio pudor quedarte a dormir, acaso porque más que dormir fue echar una cabezada antes de que a las ocho sonara la alarma de mi móvil. Y al despertar hablamos, nos dimos un beso y me acercaste a mi trabajo, y entonces, cuando abrí la puerta del coche para salir, dudaste, sabía que ocurriría porque aquella madrugada había superado lo que al principio habíamos creído, pero entonces te recordé tu advertencia y no tuviste más remedio que seguir mi juego cortazariano (no era la primera vez que se lo proponía a alguien) y confiar en que volveríamos a vernos en el Delirio, una de esas noches. Y quién sabe.

Sí, volvimos a vernos, pero por uno o por otro (difícil rebobinar, echar marcha atrás y concretar las razones) nunca volviste a yacer desnudo sobre mi cama, tu piel blanquísima y suave estremecida por mis labios, mis brazos ceñidos en torno a tu espalda como si nuestro amor fuera posible.

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