8 de junio de 2009

Still Walking


Hirokazu Kore-Eda nos regaló hace pocos años una obra maestra llamada Nadie Sabe. En ella exploraba el horror del abandono de tres hermanos por parte de una madre egoísta, incapaz de amar a sus hijos. En medio de la desolación, la miseria creciente, los niños encuentran sus espacios de magia al tiempo que las circunstancias les obligan a madurar rápido, demasiado rápido. En esa película basada en una noticia que conmocionó a Japón, el director y guionista planteaba unos hechos extraordinarios, al límite incluso de lo verosímil, pero lograba despertar sentimientos comunes, íntimos, vividos en todas nuestras adolescencias. Se acaba de estrenar en España Still Walking, un film que por el contrario está tejido con retazos de lo cotidiano y que logra un impacto emocional aún mayor que su predecesora en nuestra cartelera.

Still Walking nos cuenta un día en la vida de los Yokoyama. No es un día cualquiera, el anciano matrimonio ha reunido a sus dos hijos, Ryota y Chinami, y sus respectivas familias para conmemorar juntos el aniversario de la muerte del primogénito sucedida hace quince años. La primera escena, compuesta de planos fijos como la mayoria en la película, nos presenta la preparación de unos rábanos y zanahorias para la tempura. La madre enseña los trucos de la receta a Chinami, da la impresión de que tienen todo el tiempo del mundo, de que algo así debe tomar todo el tiempo necesario para que quede bien. Ese ritmo, esa percepción de que esta historia está contada en el tiempo preciso, se mantiene hasta el final. Además el film está salpicado de breves interludios poéticos, narraciones sin palabras que ejercen de bisagra entre unas secuencias y otras. En suma, Hirokazu Kore-Eda esculpe como verdadero artesano de su oficio un monumento cinematográfico de primer orden con escasos parangones en el panorama internacional.


Resulta difícil creer que tantos temas puedan ser tratados en una misma película con idéntica hondura, con armonía, con la sensación de que nos los cuentan todo por primera vez (¿no es ése uno de los milagros del séptimo arte?). Así, en una catarata emocional viscosa, moviéndose lenta pero inexorablemente, aparece la obligada lejanía de un hijo respecto a sus padres, la decepción de unos padres por el destino de sus hijos, las ausencias presentes, las presencias ausentes, el vacío ante el umbral de la muerte, el rencor, la envidia, e incluso la amargura de saber que todo eso es inevitable. Qué maestría la de Hirokazu Kore-Eda para destilar estos sentimientos universales en diálogos punzantes o imágenes angustiosas como ésa en la que la anciana trata de cazar una mariposa amarilla en la que cree ver a su hijo muerto. Todo funciona en Still Walking, en palabras del propio director un auténtico ajuste de cuentas con sus propios padres. Sin venganza, pero sin falsa compasión. Y no seré yo quien matice nada al respecto: es así como se percibe.

Mientras la veía no pude dejar de pensar que parecía una película europea, francesa probablemente. Creo que Hirokazu Kore-Eda bebe mucho más de fuentes occidentales que orientales. Sí, Ozu está presente en esos planos fijos de estancias con personajes perturbados por terremotos interiores, pero no están menos presentes Resnais, Mike Leigh, o incluso Víctor Erice. Tal vez por ese parentesco narrativo con formas que nos son más reconocibles, Still Walking podría considerarse el homólogo cinematográfico de alguna de las novelas de mi venerado Kazuo Ishiguro, hijo de padres japoneses emigrados al Reino Unido, impregnado de la cultura occidental y, por tanto, capaz de acercarnos como nadie al drama de esa generación que creció en el Japón de la posguerra y tuvo que asfixiar su orgullo patrio en favor de una superación de todos los traumas que acarreó la derrota.


Caminar y caminar. No hay más remedio.

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