13 de junio de 2009

Je veux voir


Ella, de espaldas, mira la ciudad a través de un ventanal. Voces fuera de campo discuten sobre la conveniencia o no de que "Catherine" visite el sur del país por unas horas y una cámara registre su viaje. Es peligroso, y podria no llegar a tiempo para la gala nocturna a la que está invitada . Quiero ver, dice ella. ¿Quién ha hablado? La actriz, en primera instancia, como lo haría en cualquier película. También el personaje, desde luego, pues por mucho que se interprete a sí misma no deja de ser eso: una representación. Hablan los directores, Joana Hadjithomas y Khalil Joreige, libaneses pero con una larga relación profesional con Francia y que desean mirar la guerra, o mejor dicho las huellas de la misma en su país, a través de los ojos de la Catherine. Y, finalmente, habla el espectador, último término de la metáfora que vertebra la película: Catherine Deneuve representa al Cine arrojando su mirada sobre todo lo que entra en un plano, ya sea ficcional (preparado) o documental (contingente). Quiero ver, repite de nuevo Catherine esta vez volviéndose hacia la cámara, y la metáfora se transforma en un juego de espejos que durará hasta el final.


Joana y Khalil estaban circunstancialmente en París cuando estalló la segunda guerra del Líbano el 12 de julio de 2006, por lo que no pudieron regresar al día siguiente como tenían previsto. Tony Arnaux, uno de los productores franceses, quedó a su vez atrapado en Beirut y sin poder volver a Francia hasta que fue seguro hacerlo. De esa curiosa simetría nace Je veux voir, film sustentado en la presencia de Catherine Deneuve en un territorio todavía post-conflicto, con cascos azules de la ONU velando la frontera con Israel y aviones militares de este país atemorizando con su vuelo más allá de la barrera del sonido a la población libanesa. Presencia onírica, como dicen los propios directores, que encarna al mismo Cine como lenguaje para contar esa realidad más allá de las imágenes repetidas hasta el infinito por televisión. Pero esa presencia no sería tan relevante de no mediar otra, la del actor Rabih Mroué, viejo conocido de los directores y auténtica voz narrativa que descubre a Catherine ‒y por tanto, al espectador‒ el presente del Líbano.

El encuentro entre Rabih y Catherine tiene lugar ante la cámara, no se conocen de antes y la relación entre ambos se forja literalmente durante el rodaje. Les vemos, se miran, son testigos de los estragos de la guerra en planos para recordar como ésos en los que, con una magistral economía de medios aprovechando tan solo los cristales del coche en el que viajan, vemos fundirse el rostro de la actriz con las ruinas de los edificios que contempla. Viaje, memoria, peligro... Je veux voir es una película donde muchas cosas suceden al mismo tiempo y, por su propia naturaleza híbrida, es todo un reto descifrar qué hay de verdad en lo que vemos. ¿Es atracción lo que late en las miradas furtivas de Catherine y Rabih? ¿Es Catherine tan obtusa como para no entender que un pueblo que ha sobrevivido a una guerra deja de cumplir ciertas normas como las de tráfico sin ningún remordimiento? ¿Es cierto que le tranquiliza ponerse el cinturón de seguridad y obligar a Rabih a que lo lleve? Asistimos al tiempo que transcurre con la misma incertidumbre, incluso sorpresa, que esos transeúntes capturados por la cámara en cierta secuencia. Los mismos ojos abiertos de par en par ante el milagro cinematográfico de hacernos mirar la vida a través de su lente deformante.

El lugar al que viajan Catherine y Rabih es Bint El Jbeil, pueblo natal del actor, y allí asistimos a una de las escenas más sobrecogedoras cuando busca la casa de su abuela en calles fantasmales que no son más que un montón de piedras, escombros que son sistemáticamente llevados a orillas del mar, molidos para reducirlos a pequeños pedazos, y depositados en una masa informe. Más allá de lo que suscitan ambos actores y su vínculo, la película ofrece una visión del Líbano tras la última guerra propia del género documental. No esconde los accidentes e imprevistos que suceden durante el rodaje, todos ellos consecuencia del miedo, la desconfianza, o la pura inseguridad de un territorio con parcelas sembradas de minas anti-persona, fronteras visibles e invisibles, y ruinas impúdicas de los bombardeos. El final, sin embargo, ofrece un contrapunto de esperanza subrayado por una canción rotundamente vitalista del grupo libanés Scrambled Eggs: Beirut se precipita en la noche, resurge el vértigo de una urbe que vive el instante, el horror queda atrás como esos halos de luz que rasgan la oscuridad en la última secuencia. Let it go, let it go...


Quiero ver, quiero que el mundo sea un misterio a perseguir.

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