17 de noviembre de 2005

Aquellos besos

Lo habíamos pasado especialmente bien (aunque ya no era una sorpresa saber que él y yo rimábamos como nadie), habíamos bebido, bailado, reído... todo lo que dos veinteañeros debían hacer en una noche de verano como aquella, barrido el hastío de la jornada por la brisa de la sierra que a menudo recorre el Madrid de madrugadas canallas, y cuando decidimos que habíamos agotado todo lo que aquellos bares podían darnos nos arrastramos hacia Gran Vía entre tropezones y bromas, dos borrachos de amor, y si al final le invité a mi casa fue más por querer abrazarle en silencio y sin miedo que por tener un sexo que, como él mismo dijo, sería más bien pobre, incluso artificial, pero mi amigo se escabulló en besos que por no saber (o no querer) interpretar vencieron más tarde mi resistencia en un portal, decenas de metros más allá del lugar donde me despedí de él lanzándole por la boca mi corazón que no logró colarse por la ventanilla de su taxi, aunque cómo culparle.

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