10 de marzo de 2008

Luz silenciosa


Plano de la noche, de nubes como algodón deshilachado contra el cielo oscuro. La cámara se desplaza acariciando el alba, se mueve de lo alto hacia el horizonte mientras amanece. Todo es lento, o mejor dicho, todo fluye en un tiempo perfectamente natural aunque tan lejos de los parámetros cinematográficos predominantes. Al final sale el sol, vierte su luz sobre la tierra y el Hombre, hace renacer en el nuevo día sus sufrimientos, su eterno dolor. Acto seguido contemplamos una casa en calma, sus habitantes, una familia cristiana en aparente armonía, la armonía que nace de la fe. No hay electrodomésticos, todo es a la antigua usanza, tanto que podríamos creer que se trata de hace unos cuantos siglos. Pero no. Es México, es el siglo XXI, aunque comprobaremos que el Hombre sigue padeciendo por lo mismo: el conflicto entre la realidad y el deseo como asentara para siempre el poeta.

Tras el desayuno apacible, idéntico a tantos otros desayunos, lo primero que escuchamos del protagonista, Johan, es un te quiero dirigido a su mujer, y solo ese te quiero pronunciado en ese preciso momento nos hace adivinar el grueso de la historia que vendrá. Y de aquí, poco a poco, esta se desarrolla en secuencias que rompen el tiempo y a la vez lo amalgaman en una unidad coherente, otro tiempo, el de esta película que es Cine, Cine donde cada movimiento, cada encuadre, es un acto de amor hacia el paisaje, hacia los actores, actores que dan vida -y nunca mejor dicho- a personajes torturados por el amor, por la religión, por los errores del pasado que les han conducido al presente. "Luz silenciosa" remite a Dreyer (por mucho más que su final), a Ophuls, a Bergman, a todos esos genios del séptimo arte que supieron enseñar a través del objetivo las entrañas de sus personajes, nuestras entrañas. Sin miedo al silencio, con las palabras justas, dejando que las imágenes griten la rabia, el desconsuelo, la pasión. Y cuando hay palabras, a menudo sirven para oontraponerse a las imágenes y desvelar lo que late. Y ahí resuenan verdades, como que el desamor nos desvincula del mundo, nos lo hace ajeno. O, frase que se me clavó en la memoria: "La paz es más fuerte que el amor".


El final de la historia, imposible de exponer toda su belleza, simboliza que la muerte no mata el recuerdo, que los muertos siguen viviendo, que la ausencia es demasiadas veces la más persistente de las presencias. Es un final tan delicado como ese beso en los labios entre dos mujeres separadas por el abismo entre la vida y la muerte, por el hombre al que aman, y que -como en el cuento- obra el milagro. Metáfora sobre metáfora, de resultado sobrecogedor y rubricado con un plano-secuencia simétrico del inicial mostrando en esta ocasión el ocaso. Acaba la película, y los imposibles siempre lo fueron y lo serán.


"Luz silenciosa", sí. Luz silenciosa.

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