2 de marzo de 2008

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No parece posible, la mente los registra pero es incapaz de vincular los pedazos de vida separados por solo unas horas, unos días. Quito, yo como un alumno más de tus clases, viviendo la experiencia de verte actuar -y nunca mejor dicho- en lo que dominas y desata tu pasión. Madrid, un anónimo más en la Gran Vía, una cara de Hopper más tras el cristal de mi café favorito. Allá, un rollo de película girando a toda velocidad, una película que acabará como Casablanca pero sin un lugar que pueda quedarnos a los dos. Acá, un sueño en el que me ocurren todo tipo de casualidades, encuentros fortuitos que son puertas a lo conocido y lo desconocido, a los deseos que me recorren. Jamás me vi tan humano, tan insoportablemente leve, jamás fui tan consciente de que todas las marionetas tienen que cortar sus cuerdas y echar a andar, tú una marioneta, yo otra, nuestro amor la más triste de las marionetas. Muchas veces me faltó vehemencia, tal vez ahora me sobre. No puedo evitarlo, no quiero. Eres el hombre más bueno del mundo. Eres el hombre que me ama. Eres el hombre que me rescató de mis miedos. Nos separan once horas de avión, unos cuántos miles de kilómetros. Nos separa que somos homosexuales, que no crecimos al ritmo de los otros, que a los treinta y pico tenemos otras fijaciones, otras necesiades. Llegará la primavera, amor mío, aquí donde hay estaciones, y todo lo que revivirá me recordará a lo nuestro en la esperanza de que también reviva. Aquella noche, cuando me llevaste a esa playa donde el mundo perdía su horizonte, me bañé en un océano que era un monstruo descomunal, oscuro, y quise habitar para siempre esa escena, congelar la película de mis últimos días en Ecuador en ese preciso lugar, en ese mismo instante. La vida, la muerte, la grandeza de amar a esa persona, tú, que dormía a menos de cien metros mientras yo desafiaba al monstruo, se me revelaron con una vividez que no era de este mundo. Ahora el océano no está, no están las montañas, no están las laderas al otro lado del parabrisas. No está tu mano al alcance de la mía, no estás dentro de mí cuando resbalo en otras sábanas, cuando mi mente se pierde en evocaciones tan cercanas y -grietas de la contigüidad- tan lejanas. Y nuestro contacto, qué decir de su histerismo, nuestra incapacidad para transmitir, para escuchar. Duele en la misma medida que dolería la nada. No sabemos, no podemos. y eso hace más amargo el sabor de la ausencia. Porque la ausencia tiene sabor, olor, tacto. La ausencia aúlla en la multitud y en el silencio, se deja ver en la luz y en el vacío. La ausencia excita todos los sentidos, los dirige, los obliga a capturar la ciudad para capturar el rastro del otro, ese rastro que perseguimos sabiendo que no nos llevará a otro lugar que una vasta llanura arrasada por la lluvia, gritando un nombre como Leólo gritaba el nombre de aquella muchacha, enloqueciendo a fuerza de nostalgia por esa belleza perdida.

Lo bello y lo triste, amor.

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