7 de febrero de 2006

Posible

Muchas veces coincido en mi vagón de metro con un grupo de colegialas. Entre ellas encuentro los estereotipos de siempre: la gordita acomplejada, la arrogante bella, la empollona que repasa el libro, la de gafas... En cierto modo, y aunque a mí me tocaron varios estereotipos a la vez, casi envidio ese enjambre de posibilidades de una vida aún por definir, esos sueños tal vez inconcretos pero todavía posibles.

Hoy fueron unas manos sujetando amorosamente unos hombros estrechos, la de gafas acercando su oído al oído de la más pequeña para intentar escuchar cualquiera de esas canciones almacenadas en el reproductor MP3 de otra que compartía auriculares con ella. Todas quieren a la pequeña... ciertamente su melenita recogida en coleta, su chaqueta rosa de chándal y su voz todavía de niña la hacen encantadora. Pero la de gafas la adora, ¿cómo entender si no esa ternura en el contacto de sus manos asiendo con firmeza el cuerpecito de la niña, juntando su cabeza contra la suya, dibujando un beso imposible en el aire? Me hiere que esa devoción, ese cariño tan cierto, llegue un momento en que sea incómodo. Y es que entre niños no importan los besos o los abrazos, ese amor sin barreras que, por ejemplo, le hizo decir a mi mejor amigo cuando ambos teníamos seis años que me quería más que a su hermana. Yo, por mi parte, le amaba tanto que en un arranque de celos le pegué un día y ya no volvimos a ser amigos hasta adolescentes, aunque de nuevo no supiéramos qué hacer con ese amor recuperado y tras un año o dos de titubeos compartidos volviéramos a separarnos, ya para siempre.

Lo único que he podido hacer (para algo me tienen que servir mis treinta y un años) ha sido sonreír a la niña de gafas, asintiendo imperceptiblemente con la mirada.

3 comentarios:

Vulcano Lover dijo...

En fin, De Laclos, sigues tocando imperceptiblemente los temas universales de mi forma de sentir. Uno de ellos siempre fue el de las amistades intensas de la infancia y esas también intensas pero más conscientemente ambiguas de la adolescencia. Me has traido a la memoria a Sergio. Sergio era mi amigo del alma cuando teníamos 5 años. Lo hacíamos todo juntos, me enseñó a ser rebelde, y nos escondíamos los dos en nuestro rincón secreto: a él, le gustaba llevarme a aquel sitio oscuro donde me agarraba con fuera el brazo mientras su madre gritaba por la casa en nuestra búsqueda. Creo que sólo recuerdo ya, además de aquello, su melena rubia y sus ojos verdes, infantiles y fulminantes, y esas pecas, que tanta curiosidad me desataban... Él se marchó, con su familia, a Madrid, y sólo lo volví a ver unos años más tarde, cuando volvió de visita a mi pueblo, y nos miramos, pero ya no éramos amigos, y la timidez camuflada de indiferencia nos separó ya para siempre. Aún sueño con él muchas veces, fíjate. Muchas veces a lo largo de mi adolescencia... Siempre he deseado que algún día, así, sin saber cómo, nuestros caminos vuelvan a encontrarse.
(Uff)
En fin, debería escribir un ralatito con esa historia... Muchas gracias por hacerme recordarla. Te debo un par de grados más de fuerza en el abrazo ;-)

DeCa dijo...

Parece que la ciudad nos recuerda una y otra vez, el paso del tiempo. Serán los 31...

Anónimo dijo...

¿Y no había, entre ellas, ninguna niña del exorcista?