9 de enero de 2006

Calle de Raimundo Lulio

Ayer, después de lanzarte un beso mientras te tragaba la boca del metro, eché a andar por la ciudad. Las calles me parecían recién estrenadas. No tenía una idea fija, tan sólo dejarme caer hacia el centro perdiéndome por ese barrio que nunca acabo de recorrer. Ubicándome más por los carteles que por mi sentido de la orientación, últimamente tan maltrecho, llegué a la Plaza de Olavide. Entonces, cuando reconocí esa esquina con la sede sindical abandonada, supe el impulso real que me había arrastrado en mi camino, el mismo impulso que a continuación guió mis pasos hacia la calle que me habías enseñado el día anterior, la calle mil veces desgastada por tus zapatos ejecutivos, la calle que te admiró en traje de gerente de ese teatro clausurado. Sin ti, abandonado a la ensoñación, imaginé tus horas de trabajo en esa oficina del sótano, tu gesto cada mañana de levantar la persiana de la calle como quien levanta un telón cotidiano, pesado, que te acercaba y te alejaba a un tiempo de tu deseo de hacer verdadero teatro. Dentro, al asomarme a la rendija para cartas de la persiana, vi que un ventilador de techo seguía dando vueltas.

No sé cómo el otro día no nos dio por mirar el portero automático del inmueble. Yo lo hice ayer, y –créetelo– tu segundo apellido aún figuraba allí. Lo miré con fijeza, y al hacerlo pensé en ti delante de uno de aquellos primeros ordenadores Pentium tecleando las cuatro letras, esas que describen tanto de ti, amor, y no pude contener un escalofrío. Ni las ganas de contártelo.

1 comentario:

León Sierra dijo...

escalofríos compartidos, algo matrix está sucediendo nuevamente.