3 de diciembre de 2014

Fría es la noche

Ayer, Donna se asombró de que la noche fuera tan agradable en Madrid. Hoy, sin embargo, lo que he tenido al salir de trabajar ha sido destemplanza. También he sentido soledad.

Paseábamos por Madrid, lugar donde la joven Donna vivió brevemente en 1992. Apenas reconocía nada, y sin embargo eso parecía emocionarla más que otra cosa. Yo la guiaba por las calles iluminadas con los adornos de la Navidad y ni hacia frío ni me sentía solo. Acabamos nuestro paseo frente al Palacio Real (sí, por ahí antes pasaba una carretera y se acordaba), y puede que tardemos otros tantos años en vernos, pero me sentí más cerca de nadie de lo que hacía meses no me sentía. Cerca, acompañado, comprendido e incluso perdonado.

Luego fui con ella en metro, media hora hacia el noreste, para apurar un poco más ese tiempo que ya escapaba. Siguieron las risas, las confesiones, aunque cada parada nos acercaba a la despedida. Fue cuando cogió el taxi que la acercaría a su hotel, diciéndonos adiós muchas veces con la mano, sonriendo. No lloré, estaba feliz.

Lo mejor es que a Donna no le importó dejar su móvil medio muerto en el hotel, única forma de contactarla para informarle de si habían encontrado o no su equipaje, perdido en algún lugar de Europa Central. Esa es Donna, capaz de lanzarse al vértigo de la ciudad, de sentir la excitación del público que acudía al Santiago Bernabéu (Ruth tenía su cita médica cerca), de sentirse libre en definitiva sabiendo que si le ha ido bien así durante cincuenta y tres años, seguirá protegida del desencanto o la amargura que a muchos les prohíbe esperar ese "algo" de la vida que ella encuentra a cada momento.

A bordo de este metro ya no hace tanto frío.

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