17 de agosto de 2006

Monólogo III

Me gustan los días desapacibles, sobre todo cuando una no se los espera. Me gusta el viento frío contra mi blusa de tirantes, mi falda rebelde, mi pelo enloquecido en pleno mes de agosto. Es como si ese tiempo imprevisto, fuera de lógica, me situara en un lugar también imprevisto. Salir del metro y sentir que la ciudad es otra que apenas reconozco, y entonces echar a andar por un territorio a descubrir, como si la oficina estuviera más lejos, tal vez incluso en otra calle, y sentir las gotas de lluvia como puntitos fríos sobre mi piel, sentir esas ráfagas que ofrecen resistencia a mi avance, sentir como míos esos cuerpos que caminan protegidos, conscientes súbitamente de su fragilidad. Hoy, en plena tempestad, me paré de pronto y observé todo, detuve mi carrera y pensé, así sin más, que ya tengo 31 años (suena extraño, es como si todo hubiera ido demasiado deprisa), y que ese instante, tal y como lo sentía, dejaría de existir al cabo de un segundo... A veces se me olvida que estoy viva, en serio. Quiero decir que hay días enteros en que no soy consciente de lo que hago, en que todo ocurre tal y como estaba previsto, sin retrasos ni sorpresas ni nada de nada. En esos días una hace cosas, va de un lugar a otro, se sienta frente al ordenador, come, bebe, se ducha o duerme como un robot. Y hoy, cuando me paré en medio de la destemplada mañana, supe que si una se detiene y abre los ojos, se da cuenta de que el viento y la lluvia y el frío pueden despertar de pronto a una ciudad entera y a los cuerpos olvidados de su mente que la pueblan.

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