31 de agosto de 2006

No es mirar la taza, acercarse y tomar su asa entre los dedos: hay algo más... en ese metro y medio, en ese par de segundos, retornas a uno de los paraísos perdidos cuyo recuerdo vuelve en medio de cualquier otra cosa, inadvertido, y se queda mientras sorbes el café, miras por la ventana, otro día para completar el ciclo de los días, ya sea semana, mes o año, pero el recuerdo no sabe de calendarios, y cada vez que vuelve eres quien fuiste cuando vivías en ese paraíso que, bien pensado, no murió del todo, porque aquí y ahora has vuelto a aquella cena al aire libre en una de las plazas del Madrid nocturno, el lugar sin mañana, y es que todo nacía y moría en el acto de pensarlo, desearlo o incluso hacerlo, como ese beso que le diste por sorpresa, sus ojos asustados pero brillando de vértigo, y soñaste que le amabas, lo soñaste, y ese amor era presente, sólo presente, sin memoria ni horizonte, como sólo al nacer es el amor, y si el café se enfría es porque no quieres perder de nuevo el sentimiento aquel que lo desencadenó todo, el paraíso que a fuerza de vivir en él se fue desgastando en el tiempo por venir, y los años son segundos mientras afuera el sol se levanta poco a poco deslizando su sombra sobre la fachada de enfrente, y te prometes que hoy vas a tratar de entender qué hicisteis mal, donde se quebró el misterio, pero de pronto, tal y como brotó, se cierra la flor del recuerdo, y otra nueva brota en tu piel de la caricia que, también por sorpresa, como aquel beso que casi sin lugar ni tiempo se coló entre tu gesto y la taza de café, tu nuevo amor te regala en la mañana, en este nuevo día en el ciclo de los días.

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