3 de julio de 2009

Vida de una fotógrafa 1990-2005

Con solo treinta y un años, Annie Leibovitz fotografió en su apartamento a John Lennon abrazado a Yoko Ono (él desnudo, ella completamente vestida) para la revista Rolling Stone. Lennon quedó impresionado con esa imagen porque mostraba la esencia de su relación, y pidió a la fotógrafa que fuera en portada. Cinco horas después, el cantante moría asesinado a balazos en la misma entrada de su edificio y la portada se convertía obviamente en mito.


No es casualidad, y es que la retrospectiva Annie Leibovitz, Vida de una fotógrafa 1990-2005 (hasta el 6 de septiembre en la sala Alcalá 31, Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid) nos enseña cómo cada una de sus fotos captura de lleno el momento y es a la vez un alarde extraordinario de maestría pictórica. Y digo pictórica, sí, porque la fotógrafa logra con su cámara la penetración de un Goya como por ejemplo en sus retratos de Daniel Day-Lewis o la mismísima Reina de Inglaterra. Así, en la planta de arriba encontramos unos paisajes impresos en gelatina de plata, como todas sus instantáneas en b/n, que demuestran la pasión de Leibovitz por la pintura como ella misma rubrica con sus palabras cuando dice que entiende perfectamente que alguien se pueda dedicar a pintar paisajes toda su vida.


La exposición no tiene un orden aparente. Fotografías de diferentes épocas, diferentes formatos y diferentes temáticas, se suceden en un puzle que solo poco a poco reconstruye la personalidad de la artista ante los ojos del espectador asombrado por semejante ejercicio de desnudez y talento. Se mezclan las fotos íntimas de su relación con Susan Sontag (¿por qué el texto de bienvenida a la exposición persiste en el odioso eufemismo "amiga"?) y otras familiares con las fotos que le han convertido en estrella como la de Demi Moore embarazada o la sobrecogedora imagen de esa bici derrumbada sobre un rastro de sangre segundos después de que un francotirador en Sarajevo abatiera al muchacho que la conducía. Leibovitz condensa la verdad del momento y la expresa virtuosamente, con la discreción de los grandes maestros que desaparecen en su arte. Tiene el poder de animar los objetos (ese robot que parece tener alma), despertar nuestro erotismo (Leonardo Di Caprio en pleno apogeo o Richard Avedon en su arrebatadora senectud), o hacernos voyeurs de intimidades ajenas (Patti Smith cómplice de sus hijos en su sala de estar)...


En una envidiable osadía, Leibovitz llega a imitarse a sí misma y se fotografía embarazada de su primera hija a los cincuenta y un años. Es la prueba de que la vida puede al arte y la necesidad de expresar su felicidad la arrastra a plasmar su idea sin más, al lado de una cama, lejos de la estética de sus fotografías por encargo. Es lógico que Leibovitz afirme que ella no es una fotógrafa de estudio, en el sentido de que no confía en lo que pueda surgir en un contexto tan aséptico, lejos de esos lugares donde discurre la vida de las personas que retrata. Ella, maestra de la composición, la luz o el cromatismo, vierte la pasión de una principiante en sus obras, como ésa en que captura a su amada Susan ante la ciudad de Petra.


Quince años en la vida de una fotógrafa. El amor. El imposible.

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