24 de abril de 2006

Otras voces, otros ámbitos (1)

Salimos llorando del cine. Teníamos quince años, era una tarde de domingo. Afuera nos esperaba la primavera en pleno estallido después de ver juntas El Club de los Poetas muertos. Recuerdo todo lo que hablamos en el patio de la urbanización, sentadas en ese muro desde el que se ve el atardecer en la bahía. Nos quedamos hasta muy tarde, y varias veces tuvimos que llamar al timbre de nuestras casas para decirles a nuestros padres que ya subíamos, que no se preocupasen. Me dijiste, Mónica, que nunca ibas a dejar de aprovechar cada instante de tu vida, que lucharías por ser feliz, siempre feliz. Yo te dije lo mismo, quizás menos segura que tú de que fuera posible. Nos despedimos con un beso en los labios al descuido, sólo las estrellas lo supieron.

Los años han pasado, y aunque nunca hemos perdido el contacto, siento que no he participado de tus pequeñas decisiones, esos momentos en que sin darnos cuenta nos cambia el futuro, la vida. Ayer regresé de visitarte en Bélgica a ti y a tu marido, Fabrice. Sin duda, irte de Erasmus fue una decisión al dictado de tu carpe diem, buscabas nuevas experiencias, ser independiente de tus padres, demasiado protectores, demasiado tradicionales para entender tu hambre de sensaciones. Y allí conociste a Fabrice al poco de llegar. Ya habías salido antes con algún chico, siempre había uno u otro, pero con nadie fuiste tan en serio como con Borja. El más guapo y sensible, tu inseparable compañero de piano al que apenas te dolió dejar cuando llegó el momento de partir. Y lejos de tu casa, Fabrice supo darte el cariño y protección que al fin y al cabo necesitabas, Mónica, porque la soledad, dijeras lo que dijeras, nunca te ha sentado nada bien. No, eso está claro, sobre todo después de llorarme durante una hora el otro día describiéndome tu vida junto a Fabrice, un gigante hundido en su sillón con el rostro oculto por un periódico y los pies inmersos en pantuflas, un tipo que desprecia las novelas, el cine, que le da dolor de cabeza cuando tocas el piano, alguien con el que hace cinco años que no sales de casa para cenar o tomar algo porque “total, adónde vas a ir en esta ciudad” refiriéndose nada menos que a Bruselas... alguien que, en suma, es lo opuesto al chico que buscabas, un chico como Neil, el protagonista de aquel lejano club de los poetas muertos, y es que si aquellos poetas, si el mismo neil murió tras lograr su cima de belleza, hoy siento, Mónica, que aquella niña que apretándome la mano me prometió ser feliz, siempre feliz, ha muerto en ti.

Hoy, quince años después de aquella tarde de primavera en que la vida se nos reveló (o eso creímos), quiero que te preguntes, por favor, si ahora no estás más sola que nunca. Yo me quedé en España, en nuestro Gijón natal. Quizás no he vivido grandes aventuras, no lo sé, pero sí puedo decirte que me siento acompañada en el mundo, siempre acompañada, y que este amor me hace crecer cada día. Salimos, nos vamos de vacaciones, vamos mucho al cine, al cineclub en versión original (¿te acuerdas?), y cuando Borja toca el piano te prometo que no me dan dolores de cabeza sino ganas de besarle, de hacerle el amor.

Siempre te tuve celos, Mónica, celos de tu vida en el extranjero, tu ímpetu, tu sensibilidad. Hasta tuve miedo de que un día me arrebataras de nuevo a Borja si regresabas. Aunque te creía feliz junto a Fabrice, ni siquiera le insistí para que se viniera conmigo a Bélgica aunque para vosotros todo aquello sea sólo pasado. Ya ves.

No pude decirte nada de todo esto el otro día. Pensaba contarte que tenía un blog, darte la dirección. Ahora no sé si me atreveré a hacerlo. Nadie soporta que le planten su verdad ante los ojos.

No hay comentarios: