21 de julio de 2005

Historia en un metro

El metro andaría entre dos estaciones. No era hora punta pero de todas formas el vagón iba bastante lleno. Un poco como pasa en todos los metros, los pasajeros nos dividíamos entre quienes espiábamos a los demás y quienes leían un libro o un periódico. Había una señora con macetas, un ama de casa con tres o cuatro bolsas del Alcampo, algún niño pataleando, una secretaria acalorada, un señor ciego, un punkie amenazante para asustada delicia de la señora hortícola... Yo llevaba unos minutos intercambiando miradas furtivas con un muchacho trajeado pero de esos que uno adivina bohemios fuera de las convenciones del mundo laboral. En un instante determinado el tren frenó casi en seco. Aparte de las primeras protestas, esos comentarios en voz alta tan españoles con la intención de que quien tenga que oírlos los oiga pero nunca de cara, no hubo más alboroto que el de rigor. Al principio escuchamos un par de mensajes contradictorios del conductor. Luego, el silencio.

No sé cuando le sonreí por primera vez, el caso es que antes de que me diera cuenta, él –“Hola, me llamo Carlos”, había dicho al llegar a mí– se plantó a mi lado. No nos dimos dos besos, tuvimos vergüenza. La gente comenzaba a inquietarse, a hablar entre sí derribando el eterno muro invisible. Ya el ama de casa le había ofrecido agua al señor ciego. El punkie había optado por subir aún más el volumen de la música de sus auriculares y sentarse en el suelo, gesto que la señora de las macetas había desaprobado con visible goce de la secretaria, que ya nos había echado el ojo a Carlos y a mí. Carlos resultó ser administrador de sistemas, y los sistemas no sé, pero lo que son las sonrisas las administraba de maravilla. Sin pensarlo le besé. Ya para ese momento un señor mayor había gritado “Sáquenme de aquí” y a la señora estaba a punto de darle un desmayo, lo que de nuevo propició los cuidados del ama de casa, esta vez abriendo un tetrabrik de zumo de naranja. Tras una oleada de protestas renovadas, de nuevo volvimos poco a poco a ese murmullo de confidencias, de vidas que empezaban a desplegarse de asiento a asiento. A Carlos y a mí no nos miraba casi nadie, sólo el punkie nos dirigió un insulto acallado inesperadamente por la señora que, a estas alturas, había decorado con sus macetas su región del vagón, lo que unido a una especie de farol para jardín que el ama de casa habría comprado orgullosa por cuatro duros, le daba a aquello un aire incluso habitable, tanto que muchos de nosotros empezábamos a acostumbrarnos verdaderamente a ese espacio, esas personas que ya mirábamos sin ningún pudor.

En el extremo opuesto del vagón, un ejecutivo agresivo la emprendió a patadas contra el cristal de una puerta. Carlos –que a estas alturas se había desembarazado de la corbata y la chaqueta– se abrazó a mí (creo que entonces me di cuenta que cuando aquello acabara seguiríamos viéndonos, es eso que uno siente tan parecido al amor, ese sentimiento que lo anticipa, lo imita, todavía no lo es pero lo será). El caso es que dadas las proporciones del ejecutivo, de nada sirvió su esfuerzo. Una voz bienintencionada, de las que al final suelen conducir a las mayores catástrofes, había sugerido sacar a un niño y que se dirigiera a pedir ayuda, pero la madres se negaron en redondo, los metros en dirección contraria seguían pasando con normalidad y era demasiado peligroso.

Ya nadie miraba sus relojes. Contar el tiempo, pensar en lo de fuera, iba perdiendo el sentido conforme pasaban las horas. Así que era lógico que de pronto Carlos me llamase la atención sobre otras dos parejas que no lo eran antes de que el tren se parase, una de nuestra edad más o menos cuyo miembro masculino ya había sido objeto de nuestras alabanzas y otra compuesta por el ama de casa –de ella lo veíamos venir– y el ejecutivo agresivo, que había huido de su grupo tras su fallido intento y había encontrado consuelo en un kit-kat de esa compra menguante del Alcampo. Quizás fue no sabernos los únicos lo que hizo que Carlos me guiñara un ojo, atrajera mi mano sobre su pantalón y yo empezase a acariciarle, primero dulcemente y luego bajándole su cremallera y recibiendo su esperma en mis manos sin poder evitar que parte fuera a caer a los pies de la secretaria escasamente cubiertos por unas sandalias. Su gesto de ponerse en cuclillas, tomar la gota en su índice y llevárselo a sus labios fue quizás la chispa que encendió los ánimos del ejecutivo y la madre de familia, que allí mismo, apartando con violencia las macetas, fornicaron sobre el suelo del vagón, provocando la masturbación del punkie e incluso del señor ciego, para mayor estupor de la señora hortícola más pendiente de sus macetas que de su dormida libido, la cual bien habría podido calmar con otro madurito interesante que también se había acercado desde el otro extremo si no hubiera sido porque el propósito de éste era flirtear con Carlos y conmigo... Cuando pocos minutos más tarde, el vagón, entre gritos de orgasmo, de rabia o de alboroto según el caso, echó a andar de nuevo, ni Carlos ni yo dudamos de lo que había que hacer. Fue él quien tiró de la palanca de emergencia provocando, primero tímidamente y luego con rotundidad, una ola unánime de aplausos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dedicado a Cortázar y su extraodinaria obra.

León Sierra dijo...

buf!
es verdad muy Cortazariano, muy bonito!