4 de abril de 2008

Diálogo


A menudo, a cierta hora del atardecer, las cimas se desvanecían en el gris y la ciudad flotaba en el tiempo como un buque varado. Caminaba contigo hacia algún lugar -en Quito siempre se va a alguna cita, algún trámite- y de pronto, al final de una avenida, se erguía una de esas montañas que nunca aprendí a distinguir por su nombre. Sin embargo tú, a pesar de la media vida a este lado del Atlántico, me los repetías sin dudar para que yo los aprendiera. No me dio tiempo, el tiempo no nos dio tregua, no le dimos tiempo a la vida o, quién sabe, vida al tiempo.

Me has enviado estas fotos del Quito serpenteante entre cordilleras nevadas. La luz estallando contra el blanco en lo alto, tan cerca del cielo pero tan fundido con la tierra como nosotros lo estuvimos aquella madrugada en Papallacta. Es un Quito que no viví, que solo ahora conozco porque tú sí lo estás viviendo y lo deseas compartir conmigo. Es lindo, como dicen allá, como si de alguna forma fuera un Quito más esencial, más... violento en su belleza.

Yo, amor, te enviaría fotos de este Madrid que despierta un año más a la primavera, de esos arbolitos de las calles de mi barrio que ya empiezan a vestir sus ramas con pétalos blancos o violetas. Pero ya lo conoces, ya lo amaste. Basta con que lo imagines, y me imagines a mí caminando por él. Pensándote.

1 comentario:

León Sierra dijo...

amor,
y empiezan las noches estrelladas
más hermosas y pobladas
que no imaginas...