19 de junio de 2007

La Hamaca Paraguaya


Un puñado de planos fijos como pinturas prerrafaelitas de una naturaleza atemporal. Voces en off que a veces son presente y otras recuerdo, el rumor del Hombre que caminó por un mundo sin máquinas como el mundo que nos muestra esta película. Años treinta, pero podría haber sucedido hace mil años, mil siglos. La espera, la vida que avanza a través de las estaciones, la certeza de la muerte. El hijo ausente, la lluvia que no llega, el calor y los ladridos de esa maldita perra que recuerda al hijo que fue a la guerra y no volverá. Ramón y Cándida a lo largo de un día indistinguible del anterior y del siguiente, compartiendo el milagro de existir. La hamaca como símbolo de la rendición al tiempo que, cíclico pero inmisericorde, se desliza hacia la última luz.

Pilar Encina es la primera cineasta paraguaya en parir un largometraje en treinta años, y lo hace con una historia que retrata con pulso certero la agonía de los pobres que, como dice Ramón, "siempre están en guerra". La sangre de Ramón hijo, única razón de ser de estos dos ancianos, se derramará en vano. Los padres no son capaces ni de llorarle, prefieren negar su muerte.

La noche no les sorprenderá en la hamaca, juntos caminarán hacia el hogar como juntos caminan desde el día de su boda sin que el amor tenga -me aventuro a afirmar- mucho que ver. Es más bien el miedo a soledad, la imposición de la costumbre, la necesidad de un compañero para sobrellevar los rigores de una vida reducida a un páramo asfixiante. Como tantos otros matrimonios, creen que están hechos el uno para el otro. Da igual si no es verdad, da igual si los límites de la miseria les forzaron a lo inevitable. Han de aferrarse a lo único que tienen, lo único que les queda.

La Hamaca Paraguaya: metáfora de tantas esperas inútiles, tantas esperanzas que solo sirvieron para justificar esas esperas.

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