30 de octubre de 2008

Fugacidad

Es como tratar de explicar por qué me ponían triste aquellas tardes de primavera en Zaragoza con el cierzo azotando las copas de los árboles. Había poesía, sí, en ese despertar tras el invierno entumecido. Había la esperanza de algo nuevo, aunque esa esperanza pasara tan veloz como una ráfaga de viento.

Tantos años después, aquí en Quito, no puedo dejar de mirar las laderas y los valles salpicados de luces y más luces cuando ha caído la noche. León me lleva de copiloto y yo traspaso el cristal en busca de esas visiones, como los traffic jams en sentido contrario, curvas inacabablemente dibujadas por pares de faros, vidas que aguardan el avance, esperas entre confidencias, gritos, o serena soledad.

Y en las aceras, más allá del discurrir en nube tóxica, nube que irrita la garganta, nube propagando el plomo por arterias y venas pero a la que todos nos acostumbramos mágicamente, están las gentes. Hay una promiscuidad implícita en cada mirada, cada tumulto, cada casa emitiendo sus ruidos, sus olores, su identidad propia y a la vez tan sometida a la dictadura de una sociedad que vigila. Gentes y más gentes: guaguas, maltoncitos, esas manes embarazadas demasiado pronto... Gentes con tanta, ¿demasiada? vida.

Y todo, cuando voy de copiloto y cruzo Quito en la intimidad del auto con la mano de León cubriendo la palanca de cambios, al alcance de mi caricia, me provoca no aquella tristeza de las hojas de los árboles entechocándose en la primavera de mis tiempos universitarios, sino una intensa sensación de fugacidad. Cada visión un verso que escuchara, me impactara, y olvidara para siempre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Asi que estas de nuevo al otro lado del atlantico?
Me alegro contigo.

Anónimo dijo...

Sí, aquí estoy hasta finales del mes próximo. Gracias por seguir leyendo...